Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 22 de diciembre de 2002
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Editorial
DE LA DEMOCRACIA Y LO POLITICAMENTE CORRECTO

Veintiún días de huelga cumplió ayer sábado Venezuela. Veintiún días de un movimiento que persigue un sólo objetivo: derrocar por la vía del golpe blando al presidente constitucional Hugo Chávez. Las clases adineradas y medias, con el apoyo de empresarios como Gustavo Cisneros -el magnate de magnates criollo-, han decidido quitarse de encima a un hombre que nunca les gustó. No es de su clase y, por si ello fuera poco, es mestizo, vale decir negro. Es, en el argot mexicano, un naco.

El país se encuentra ante las puertas del colapso: gran parte de los técnicos que laboran en Petróleos de Venezuela (PDVSA) se han sumado a los paristas y han puesto a la industria petrolera, alma y corazón de la economía nacional, al borde del colapso.

Hay que recordar que esa industria, además de ser la principal, y casi única fuente de ingreso de divisas, es la segunda abastecedora de la reserva estratégica de Estados Unidos; la quinta productora mundial y la tercera exportadora planetaria de petróleo.

Es preciso tener en cuenta esos factores a la hora de analizar lo que en ese país andino-sudamericano está en juego. Sobre todo cuando está en puertas la primera gran guerra del nuevo siglo: Irak. País que, casualmente, es inmensamente rico en petróleo.

De manera que cabe sospechar que la gran patronal venezolana -y su correa de transmisión clasemediera- disponen del tácito apoyo de Estados Unidos y de no pocos gobiernos de América Latina y Europa, para quienes Chávez no es un producto políticamente correcto. No son, en el más estricto sentido del término, las clases populares quienes se han echado a la calle.

El nada sospechoso -y nos referimos a tendencias ideológicas- diario Washington Post informó ayer sábado que los líderes huelguistas están ofreciendo ingentes cantidades de dinero a los mandos militares para hechar a Chávez del palacio de Miraflores.

No es el fenómeno del caracazo de finales de los años 80 -contra el entonces recién presidente electo por segunda vez Carlos Andrés Pérez-, ni toda la ola de descontento que, todo hay que decirlo, unió a las capas empobrecidas con las medias y adineradas. De ese imparable movimiento, que unificó al país entero, emergieron los fallidos golpes de Estado de principios de los años 90, uno de ellos liderado por el hoy presidente Chávez. Esa ola de descontento dinamitó los cimientos de los partidos políticos venezolanos. Al punto que hoy nadie habla de partidos. Todo se resume, desde la perspectiva huelguista-golpista, a tumbar a Chávez. A nadie parece preocuparle el día después.

La huelga de estos días parte al país como nunca antes y, además, supone un reto de gran magnitud para las democracias continentales. Da la impresión de que, al menos para los países del llamado Tercer Mundo, las democracias son si se encuadran en los cánones de lo políticamente correcto. Y la calificación, como sucede con las políticas económicas que pretenden salirse un poquito de los estándares fondomonetaristas, la dan quienes sustentan el poder. Es decir los de siempre.

Y en Caracas vive de planta un colombiano, el ex presidente César Gaviria, liberal en lo ideológico y actual secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo que, por desgracia, hace ya muchos años que vio pasar sus mejores días.

Cierto es que la situación venezolana es delicada, que su inmensa riqueza petrolera es básica para el equilibrio energético mundial, pero, la verdad, en ese país no hay guerra, no se matan todos los días.

Cosa contraria a la cotidianidad colombiana, para pesar de sus habitantes. El conflicto en ese país supera cualquier calificativo. Baste decir que casi la mitad del territorio está en poder de las guerrillas: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Pero esa guerra interminable, para muchos incomprensible, no parece atraer los focos conciliadores y preocupados de la llamada comunidad internacional. Nadie parece querer abrir vías de diálogo en Colombia. Ni la OEA ni su secretario general, el colombiano Gaviria.

Colombia se desangra cada día y sin embargo parece un conflicto menor. En contrapartida, se centran los focos de lo políticamente correcto, incluyendo al poder mediático, en la crisis venezolana, como si en ese país se jugara el futuro de América Latina.

En Colombia, finalmente, hay una suerte de guerra civil. No es el caso de Venezuela, pero, tal y como se suceden los acontecimientos, no hay que descartar que la coyuntura que se desarrolla en ese país desemboque en tal situación. Dependerá en gran medida de la decisión última del Ejército y de hasta dónde quiera llegar la Casa Blanca.

Como sea, los futuros presidentes de Brasil y Ecuador, Luiz Inazio Lula da Silva y Lucio Gutiérrez, respectivamente, ya saben de antemano los límites que van a regir sus políticas. Y si tienen dudas no tienen más que mirar hacia el puro sur, Argentina, donde la sociedad, de un modo abrumador, parece encaminada a explorar rutas menos ominosas, más dignas.

Eso es lo que está en juego, hoy, en Venezuela. Es la apuesta entre la democracia desde abajo y la moda enmarcada en lo políticamente correcto.
 

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