LA BANCARROTA DEL NEOLIBERALISMO
Ayer,
la compañía aérea United Airlines, la segunda mayor
del mundo y la primera en número de rutas, decidió acogerse
al capítulo 11 de la Ley de Quiebras de Estados Unidos, en un desesperado
intento por salir del pozo de deudas en el que se encuentra desde hace
poco más de un año, cuando los atentados terroristas del
11 de septiembre de 2001 sumieron a las aerolíneas del mundo en
una crisis sin precedentes.
La bancarrota de United Airlines, otrora una de las empresas
presentadas como modelo a escala internacional, constituye, sin embargo,
mucho más que un indicador de la fragilidad de la aviación
comercial a escala global. La debacle de United es un síntoma del
desmoronamiento de un modelo económico que, abrumado por sus propias
contradicciones, no ha sido capaz de generar y distribuir riqueza de manera
justa y suficiente para mantener su sustentabilidad y prevenir la corrupción
corporativa y el desenfreno especulativo. Los atentados del 11 de septiembre
tan sólo remataron un proceso de descomposición de dimensiones
mayores, circunstancia que se evidencia en el aturdimiento económico
que padecen, desde hace largo tiempo, Estados Unidos y los países
en los que el neoliberalismo y la globalización salvaje fueron impuestos
por Washington y sus personeros en los organismos financieros internacionales.
Varias de las más importantes corporaciones estadunidenses
se han visto forzadas a reducirse o declararse en bancarrota al no ser
capaces de funcionar en el erosionado entorno económico provocado
por la vigencia de un capitalismo depredador que ahora, después
de asolar las naciones en desarrollo, comienza a devorar también
a sus propias criaturas. Casos como los de Enron y Worldcom, por añadidura,
mostraron las lacras de corrupción en las que incurrieron, cobijados
por el sistema, altos ejecutivos y grupos políticos más interesados
en el lucro personal a cualquier costo que en la seguridad de sus accionistas
y electores, a los que estaban obligados a servir y proteger.
En este contexto, resulta comprensible que el gobierno
de George W. Bush esté empecinado en desatar una guerra, por demás
injusta y bajo el falaz argumento de combatir el terrorismo internacional,
contra Irak: la maltrecha economía estadunidense necesita con urgencia
el ominoso oxígeno que los conflictos armados conceden a los grandes
conglomerados industriales y, por otra parte, sus gobernantes apelan al
embotamiento que los discursos y aprestos bélicos generan entre
la población de ese
país para frenar el descontento y contener el
desgaste de sus dirigencias políticas.
Con todo, el recurso de la guerra será, si se consuma,
apenas un paliativo para la evidente desarticulación económica
del neoliberalismo. De no reformularse de raíz el modelo vigente,
la economía mundial podría encaminarse a una peligrosa e
indeseable caída, con los consiguientes y dramáticos saldos
en términos humanos y sociales.
Como ha podido comprobarse en las naciones latinoamericanas,
el capitalismo salvaje dirigido desde Washington y sus brazos financieros
internacionales no ha generado sino miseria y desasosiego en proporciones
cada vez mayores. Por ello, resulta imperativo abandonar de una vez un
modelo que -prácticamente en todo el orbe- sólo ha beneficiado
a una pequeña elite empresarial y política y, en cambio,
ha sumido en la pobreza y la desesperanza a millones de personas.