Nueve mil almas en una noche de profunda intensidad
Cinco músicos, es decir, los integrantes del grupo británico Yes, y nueve mil almas, es decir, las almas jóvenes que llenaron las butacas del Auditorio Nacional, vivieron la noche del domingo un concierto de honda intensidad, elevado rendimiento artístico y posibilidades infinitas de lectura.
El retorno de Rick Wakeman, así como el refrendo de Steve Howe como uno de los guitarristas mayores (en sentido estético y cronológico) de la cultura rock, fueron lo mejor de una noche plena de significados. Apabullante, por decir lo menos, el sonido de Wakeman, sobre todo porque en la anterior visita a México de Yes, cuando este tecladista genial aún seguía separado del grupo, muchos nos salimos antes de que terminara el concierto. Anteanoche, en cambio, la música nuevamente hizo alquimia y se convirtió en delirio de una muchedumbre que constató la cualidad de la música clásica: reina en el tiempo, porque es atemporal.
En escena, destellos del Renacimiento: cinco músicos que mantienen viva la flama de la cultura rock, dejaron de nuevo sin argumentos a quienes plañen nostalgias o modas, porque si bien el hippismo, la vuelta al barroco, la mirada hacia la cultura isabelina, la sicodelia como actitud filosófica, el rock como una manera de mirar al mundo, todo este conjunto de valores culturales tuvo su orto y esplendor a finales de los sesenta y principios de los setenta, justo cuando estaba en su apogeo el grupo Yes, es porque se trata de un vasto movimiento histórico que el mercado, la globalización y la tendencia a la trivialización de ciertos medios de comunicación no han podido devastar del todo.
Todo eso sonó la noche del domingo. La nueva música clásica (José Agustín dixit) y su esplendor con las composiciones clásicas de Yes, en las guitarras de Howe y en los teclados electrónicos de Rick Wakeman, ese personaje de leyenda que trajo una decena pasmante de teclados electrónicos (algunos Korg, como los que trajo, dos semanas antes, el padre de todos los músicos modernos: Terry Riley, a la Sala Nezahualcóyotl), incluyendo dos reliquias electrónicas, las mismas con las que creó, hace más de tres décadas, el sonido que caracteriza a Yes y que volvió a retumbar, con el estrépito colosal de un glorioso scherzo bruckneriano, la noche fría del 8 de diciembre de 2002 en la ciudad de México, para el pasmo, júbilo, felicidad y encanto de nueve mil mortales que vivieron esa sensación de privilegio que es dada por unas cuantas milésimas de segundo a los humanos cuando un prodigio ocurre: la sensación de inmortalidad, o lo que es lo mismo, el olvido momentáneo y súbito de nuestra temporalidad, o lo que es lo mismo una nube de felicidad, o lo que es lo mismo: el concierto del domingo en el Auditorio Nacional. Yeeeeessssss. (PABLO ESPINOSA)