Soledad Loaeza
Cantar a dúo con sir Paul
Lo menos que podemos decir de Paul McCartney es que es admirable. Nada importa que se pinte el pelo, que se haya restirado o que por momentos la voz le falle: mantiene la frescura de los primeros años de los Beatles y con ella la capacidad de entreternos, de mantenernos de pie y bailando, pero sobre todo cantando más de dos horas.
En un Palacio de los Deportes repleto, ante un público pluriclasista y plurigeneracional, McCartney el domingo pasado fue el mismo que muchos de los presentes nos figuramos por años. Agil, liviano, simpático, galán -aunque menos que antes- y desde luego buen músico. Las tres canciones nuevas que propuso fueron escuchadas por el público -que aquí mostró su talante conservador- con cautela y sin entusiasmo particular, pero cuando pasaba al repertorio consagrado de los Beatles o de Wings los asistentes brincábamos y cada uno cantamos a dúo con él y a coro todos, en una singular experiencia individual y colectiva a la vez que muchos políticos mexicanos querrían convocar, pero la verdad es que ni en sueños podrían hacerlo.
Afortunadamente hasta ahora a nadie se le ha ocurrido hablar del "carisma" de McCartney, considerando que esta cualidad excepcional se ha atribuido a figuras bien menores que ni siquiera son simpáticas. Sin embargo, las dimensiones y la persistencia del éxito de los Beatles y de sir Paul como solista son sorprendentes. Cuando primero apareció el grupo se habló de ellos como de un fenómeno. Lo fueron, pero lo extraordinario es que lo siguen siendo incluso después de la disolución y desaparecidos dos de ellos. Es sorprendente que a los 60 años un cantante provoque un entusiasmo multitudinario muy semejante al que inspiraba cuando tenía 24 años; y a McCartney tiene que sorprenderle encontrar en México un público que no sólo es receptivo y amable, sino que también se sabe la letra en inglés de cada una de sus canciones, aunque sea ése el único inglés que habla, y a pesar de que varias de ellas fueron compuestas hace más de tres décadas, mucho antes de que naciera un buen porcentaje de los asistentes a sus conciertos. Uno se pregunta por qué. Sería inexacto responder que el éxito de los Beatles, juntos y separados, es producto de la mercadotecnia o el efecto de una manipulación mediática; tampoco es pura nostalgia. Es la calidad de la música, son los enigmas que contienen muchas de sus canciones y que cada generación se propone descifrar, es la vitalidad compartida de la que obviamente se alimenta todavía sir Paul. Pero el domingo en la noche también nos conquistaron sus frases en español -pese a que a veces, cuando se dirigía a su "querido México", sonaba como el Papa-, las anécdotas personales y, sobre todo, los homenajes que hizo a sus muertos, John y George, que también eran nuestros. Y en cada uno de ellos nos hizo descubrir la calidad distinta de su relación: en el caso del primero un diálogo musicalizado con un hermano mayor, no exento de arrepentimientos; en el segundo, una serenata lúdica a un hermano menor.
No obstante, no hay que engañarse. Hoy, para un muchacho de 20 años participar en un concierto de Paul McCartney es asomarse a la historia de la segunda mitad del siglo xx, como puede serlo tocar lo que queda del Muro de Berlín. En cierta forma también es aceptar la herencia de uno de los pocos episodios luminosos de un tiempo que fue predominantemente de sombras: el asesinato de John Kennedy, la guerra de Vietnam, la ciudad de México en el verano de 1968 y la tarde del 2 de octubre en Tlatelolco, la represión de la Primavera checoslovaca, las guerrillas y las dictaduras en América Latina, las hipocresías de Echeverría y de los echeverristas. Tal vez por esa razón, por el deseo de transmitir un lado amable de esa historia que los padres jóvenes vivieron como niños, llevan a sus hijos también niños a los conciertos de McCartney.
En los 60 John Lennon causó escándalo cuando dijo que los Beatles eran más conocidos que Jesucristo y cuando comparó al grupo con Mozart. Pero ahora, a casi 40 años de estas puntadas típicas de Lennon, el supremo provocador, el nombre de los Beatles es más que una contraseña generacional, porque es universalmente reconocido y se asocia con buen rock, con irreverencia y creatividad, y también con una historia mejor que la que nos cuenta la política. A lo mejor Lennon exageraba sólo un poquito.
En estos días no puedo dejar de pensar en mi amiga Esperanza Durán, con quien cantaba a dúo a los Beatles a principios de los 70, y que hoy sufre una pena injusta e inimaginable.