Luis Hernández Navarro
La guerra de los alimentos
La producción de alimentos es un arma clave y poderosa que Estados Unidos ha aceitado desde hace décadas. Guerra, alimentos y derechos de propiedad intelectual están estrechamente vinculados a la estrategia económica de la Casa Blanca desde los años 70. Desarrollo de la industria militar, producción masiva de granos y patentes han sido pilares de la hegemonía estadunidense en la economía mundial.
La comida es un instrumento de presión imperial. John Block, secretario de Agricultura entre 1981 y 1985, afirmó: "El esfuerzo de algunos países en vías de desarrollo para volverse autosuficientes en la producción de alimentos debe ser un recuerdo de épocas pasadas. Estos países podrían ahorrar dinero importando alimentos de Estados Unidos".
Los productos agrícolas made in USA son una de las principales mercancías de exportación de ese país. Con su mercado interno saturado está empujando, agresivamente, para abrir las fronteras a sus alimentos. Una de cada tres hectáreas se destina a cultivar productos agropecuarios para exportación. Una cuarta parte del comercio rural la realiza con otros países. Si hasta antes de 1973 los ingresos de las ventas de este sector al exterior fluctuaban en alrededor de 10 mil millones de dólares cada año, a partir de entonces escalan a un promedio anual de 60 mil millones de dólares. El éxito se basó, en mucho, en la combinación de apoyos gubernamentales a la producción y al producto para derrumbar los precios por debajo de los costos de producción, así como en abundantes subsidios a la exportación.
El presidente George W. Bush lo ratificó al firmar la Ley de Seguridad para las Granjas e Inversión Rural de 2002. "Los estadunidenses -dijo- no pueden comer todo lo que los agricultores y rancheros del país producen. Por ello tiene sentido exportar más alimentos. Hoy 25 por ciento de los ingresos agrícolas estadunidenses provienen de exportaciones, lo que significa que el acceso a los mercados exteriores es crucial para la sobrevivencia de nuestros agricultores y rancheros. Permítanme ponerlo tan sencillo como puedo: nosotros queremos vender nuestro ganado y nuestro maíz y nuestros frijoles a la gente en el mundo que necesita comer."
Con la firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) el gobierno de Salinas de Gortari decidió, sin recibir nada significativo a cambio, renunciar a la soberanía alimentaria y ceder el mercado agropecuario nacional a las grandes empresas del país vecino. Ahora, con su negativa a revisar el TLCAN y a defender la producción y los productores nacionales, el gobierno de Vicente Fox mantiene, prácticamente sin modificación, esta misma línea.
Poco antes de la firma del tratado, en marzo de 1991, en una entrevista con la revista AgExporter -editada por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos-, William L. Davis, ministro consejero para asuntos agrícolas con México, daba el siguiente consejo a los exportadores de alimentos interesados en entrar al mercado mexicano: "No esperen a mañana. Vayan y atraviesen el pie en la puerta. El mercado es grande y está en crecimiento. Realmente no deberíamos tener competidores en ese mercado, dada nuestra ubicación. Debemos tenerlo para nosotros".
Ciertamente el señor Davis fue escuchado por sus paisanos, que atravesaron el pie en la puerta mientras nuestros funcionarios metían la pata. Como ha señalado Rita Schwentesisus, si antes del TLCAN 73 por ciento de las importaciones agropecuarias provenían de Estados Unidos, hoy en día las compras de comida alcanzaron 82 por ciento. Esta situación de dependencia es grave porque en 2001 México importó alimentos por más de 11 mil millones de dólares, cantidad similar a la obtenida por la exportación de petróleo. Nuestra balanza comercial es deficitaria en 3 mil millones de dólares, y la brecha no es mayor sólo por las ventas al exterior de tequila y cerveza, así como por el bajo costo que los granos tienen en el mercado internacional.
Si miramos lo que sucede con la distribución de alimentos en las grandes ciudades veremos que empresas como Wall-Mart, Cotsco y Sam's Club controlan amplias franjas del mercado al menudeo que antes se encontraban en manos mexicanas, modificando los patrones de consumo. Lo mismo sucede con la comida que allí se vende: alimentos congelados y enlatados, granos, embutidos y lácteos, carne (de res, pollo, puerco o guajolote) directamente importados de Estados Unidos. Franquicias como McDonald's, Kentucky Fried Chicken o Domino's Pizza se encargan de dar de comer a las clases medias. Al lado de los puestos de fritangas y comida rápida se instalan pequeños negocios que venden sopa Maruchan o palomitas de maíz para horno de microondas.
En el campo mexicano las cosas no son muy diferentes. Con la ayuda de Sagarpa, Cargill gana mercados a velocidad asombrosa, al igual que Monsanto o Pioner. Para engordar ganado se usan forrajes de importación, en vez de pastizales. En las tiendas Diconsa se vende maíz transgénico directamente traído de Iowa. Y de la maquinaria agrícola, mejor ni hablar.
En el pasado, los funcionarios gubernamentales dijeron que con el vecino del norte estableceríamos relaciones de socios. En su lugar tenemos una relación de subordinación que el gobierno del "cambio" se niega a reconocer.
Estados Unidos ha inundado nuestros mercados con sus excedentes agrícolas y lo seguirá haciendo aún más, ante la actitud cómplice de la administración foxista, que se niega a defender los intereses nacionales. El esfuerzo por ser autosuficientes en la producción de alimentos no puede ser nostalgia del pasado.