José Cueli
Elena Poniatowska y los volcanes
En el romance del volcán y la volcana, ante los ojos contemplativos de Elena Poniatowska, surgen escenas como estampas ingenuas y floridas de la naturaleza. Frente al Popo y al Izta, su amor representa una amenaza a los pueblos cercanos y sus moradores. Las cenizas, huellas de un amor, alfombran sus calles apelotonándose peligrosamente al vestir las ramas de los árboles de un nuevo maquillaje sin aroma. Cubren cada casa con grisácea apariencia e interrumpen tránsito de automóviles y bestias. Lo invaden todo, pintan de poético romance y lo sumergen en sus estertores.
El romance intercepta toda comunicación y hace penoso atender necesidades o quehaceres ineludibles. La ceniza aísla, paraliza, amortaja la vida y hace más íntimos los hogares, más cálidos, más blandos. Es, asimismo, testimonio simpático de algo oculto, silencioso, que vive y trabaja de forma anónima como los gnomos en las entrañas de la tierra, como las hormigas, para luego encarnarse en los lugareños. Como en ese Juan Cruz Cruz, que no es más que un gusano astuto, no más que una hormiga laboriosa, enamorado de la naturaleza desde su ocupación de ''tiempero'', bajo la pesadumbre de las montañas aplastantes por la voluptuosidad de sus hormonales descargas. Y sin embargo, šoh prodigio!, este ''tiempero" amante de la naturaleza repite con ella el romance del volcán y la volcana ante los ojos extraños de la espléndida escritora que es Elena Poniatowska, quien narra estas conmovedoras escenas desde su identidad inasible.
Ese ''tiempero" -tiempo y espacio no formales- aprendió a defenderse de las montañas y sus orgasmos múltiples, identificado con ellas; se prendó de la naturaleza, un día y otro, un año y otro, siglo tras siglo, al despertar cada mañana en espera de algo mejor, camino de descubrimientos, de experimentos, de perfección, dentro de ese agujero negro incognoscible.
El romance del volcán y la volcana, que ya muerta es cuidada por el volcán, es melancolía que rima mejor con el enamoramiento de Juan con la naturaleza, cumbre y valles, chozas y caminos, ramas de árboles y nuevas florecillas silvestres, permitiéndose a Elena escribir este mexicanísimo relato de verano que publicó el periódico El País, el pasado domingo, y que hizo el deleite de quien esto escribe.
Enamoramiento de Elena Poniatowska por lo que observa y romance con la escritura de la que emergen, como en espiral fuera del tiempo y el espacio, personajes, naturaleza, lugares, amores y desamores que trascienden espacio y tiempo en un carrusel de escenas que nos envuelven, nos arropan y que a su vez gozan de la fugacidad del instante que se nos escapa, que se nos develan ocultándose y al ocultarse es cuando se nos muestran, personajes que transitan de la realidad al sueño y a la fantasía, deslizándose con sigilo por los márgenes, ignorando el tiempo y el espacio, sumergidos en el enigma y el misterio, deslizándose sin ambages por los secretos de la vida-muerte en íntimo diálogo con la madre Tierra.
El volcán y la volcana, eternos amantes, cobijan nuestro valle, nos miran y se miran en nuestros sueños, anidan sus fantasías con las nuestras en diálogo fantasmal para dar paso a nuevos y viejos romances.