Carlos Bonfil
Festival de Montreal
La 26 versión del Festival de Cine Mundial de Montreal
no tuvo este año una constelación de estrellas como atractivo
principal, ni tampoco una llamativa sucesión de estrenos internacionales,
como regularmente sucede en el Festival de Cine de Toronto, referencia
inevitable. Incluso la esperada cita con el realizador Jean Luc Godard,
quien debía dictar dos conferencias magistrales acerca de la evolución
y el futuro del cine, tuvo que ser cancelada a última hora, debido
al estado de salud del cineasta. Sólo asistió el actor Robert
de Niro, para hablar de su participación en City by the sea,
la cinta más reciente de Michael Caton-Jones, pero la parquedad
sonriente de sus declaraciones impidió capitalizar esta última
reserva de glamour hollywoodense.
Despojado así de sus inútiles intentos de
rivalizar con otros festivales de categoría A en materia de proyección
escénica, exclusividad de obras maestras y pasarela de vanidades,
el festival volvió a su vocación primera, la más interesante:
ser buen escaparate en Norteamérica de la mejor producción
fílmica de los países en desarrollo.
En
este festival competitivo se exhibe un total de 408 películas (entre
ellas, 216 cortometrajes) provenientes de 75 países. No se encontrará
aquí lo más selecto de los festivales de Berlín o
de Cannes, acaparado por el festival de Toronto; ni Cronenberg ni Stephen
Frears ni Atom Egoyan. Montreal no se presenta como ventana de prestrenos
ni como plataforma de lanzamientos comerciales. Su propósito, muy
distinto, es señalar los esfuerzos de resistencia cultural de cinematografías
pretendidamente marginales ante la hegemonía del producto hollywoodense.
Así, de modo significativo, este año se
rinde homenaje al cine japonés, una de las producciones más
estimulantes del momento. Y de igual modo, aunque con una presencia menos
llamativa, se abren ventanas al cine de países africanos, a la producción
de las tres Chinas (continental, Hong Kong y taiwanesa) y a películas
de Irán, Vietnam, India y Latinoamérica.
La presencia francesa sigue siendo determinante, y en
ella sorprende el número creciente de coproducciones, un apoyo sustancial
al trabajo de cineastas en los países en desarrollo. Una de las
películas mas populares en el festival ha sido precisamente la francesa
Balzac y la pequeña modista china, de Dai Sijie, quien refiere
una educación sentimental durante el periodo de la revolución
cultural comunista. La visión social crítica, anticomplaciente,
del director de China, mi dolor, se acompaña de agilidad
narrativa y actuaciones muy sólidas, algo menos evidente en Del
otro lado del puente, otra cinta muy popular, sobre el mismo tema,
del director chino Hu Mei, esta vez en coproducción con Austria.
En la versión presentada en el festival, los actores chinos están
doblados al alemán, lo que en parte le resta verosimilitud al relato
de una joven austriaca enamorada de un chino, al que sigue hasta su país
para adoptar ahí sus costumbres y compartir con él las humillaciones
de la intolerancia cultural y política.
El cine japonés, por su parte, muestra en la mayoría
de las películas exhibidas una enorme consistencia temática
y una clara perspectiva autoral. Dominio e innovación en el campo
del thriller (Mohohan, copycat killer, de Yoshimitsu Morita),
una obra fuera de serie (Picaresque, de Hidehiro Ito) y una estupenda
reflexión sobre la enfermedad terminal y la solidaridad efectiva
(Inoshi, de Tetsuo Shinohara).
Cabe destacar igualmente la vitalidad del cine taiwanés,
con La comedia humana, siete relatos combinados de Huang Hu, con
una fuerte inspiración de Tsai Ming Liang (El agujero), y
la sobriedad de tres obras iraníes (Bemani, de Darius Mehrjui;
El niño y los pájaros, de Rahbar Ghanbari, y El
alfabeto afgano, mediometraje de Mohsen Makhmalbaf (Kandahar),
filmado en territorios con fuerte presencia talibán tres meses después
del 11 de septiembre.
Uno de los momentos fuertes del festival fue la exhibición
de Lunes por la mañana, del georgiano Otar Iosseliani, una
estupenda reflexión sobre la libertad de cara y a espaldas de la
familia y del mundo laboral. De España, el realizador catalán
Ventura Pons (Amigo-Amante) presenta Comida para el amor,
su adaptación a una novela del estadunidense David Leavitt (The
page turner), una mirada corrosiva sobre el tema de la dependencia
amorosa.
México tiene una representación sólida
y modesta con Cuento de hadas para dormir cocodrilos, de Ignacio
Ortiz, y El gavilán de la sierra, de Juan Antonio de la Riva,
en tanto Brasil sorprende con Ciudad de Dios, una incursión
impresionante en el terreno de la violencia urbana, radiografía
del país a un mes de su contienda electoral, constatación
amarga del colapso de los cálculos y las utopías neoliberales.
Una vez más, el Festival de Montreal se vuelve
el mayor campo de exhibición de los proyectos más interesantes
y arriesgados.