Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 21 de agosto de 2002
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Cultura
Carlos Montemayor

Nuestra hermana la muerte en la obra de Carlos Pellicer

Cuando San Francisco rechazó públicamente su posición acaudalada y se acogió al manto del obispo Guido, abandonó el pueblo de Asís cantando poemas en lengua provenzal. Podemos colegir de esto que tenía una formación literaria y un especial gusto, innovador y acaso rebelde, por las lenguas vulgares. Aunque escribió varios poemas en latín, su Cántico del hermano Sol fue uno de los primeros poemas italianos escritos en lengua vernácula y, al decir de la tradición, improvisado después de 40 días de ayuno. Lo dictó a fray Pacífico, que también fue poeta antes de seguirlo, y le pidió que lo versificara con mejor ritmo para que todos lo memorizaran y lo entonasen cada día.

La importancia de su pensamiento teológico, fundamental para el desenvolvimiento del arte del Renacimiento, provino de su visión de la naturaleza y las criaturas. Por primera vez se expandió un pensamiento diferente del antropocentrismo de los clásicos y del misticismo trascendentalista gótico: contempló al hombre como otra criatura en el orden armonioso del mundo. De tal visión se derivó un lazo de hermandad que a todos los seres unía y estrechaba. Este amor por la naturaleza se convirtió posteriormente, en buena medida, en la representación fidedigna de los paisajes, actitudes y rasgos humanos del arte de Piero della Francesca, de Giotto, de Masaccio o de Fra Angelico, e incluso, avanzando hacia un panteísmo poético, en buena parte del pensamiento de los poetas alemanes del romanticismo.

Ahora bien, los repetidos señalamientos críticos sobre la obra de Carlos Pellicer como ''solar", ''sensual", ''ingenua", ''gozosa", sugieren esa tensión franciscana que no sumerge a las criaturas en una fuerza desvanecedora, sino las mantiene como individuos fraternos. La importancia de los seres es la misma: importa tanto la rosa como el hombre, el Sol como el ave, lo elevado como lo profundo. La sabiduría de un hombre es como la de una flor o de un ave; la luz es tan milagrosa como la hormiga. Esta humildad que armoniza a los seres aparece en los Sonetos fraternales. La humildad del suelo descubre un rostro de sorpresa en las cosas, porque no se inicia desde las alturas, sino desde el suelo del mundo para profesar lealtad a sol y a tierra: ''Si en la última piedra nos sentamos/ verás cómo caminan las hileras/ y las hormigas de tu luz raseras/ moverán prodigiosos miligramos."

Cada himno a los elementos revela su gran familiaridad: es la hermandad del mundo. Esta religiosidad franciscana distingue su actitud poética del grupo de Contemporáneos, grupo afecto de manera particular a la religión y a la muerte.

Gilberto Owen, que se consideró la conciencia teológica del grupo, llegó a rechazar el catolicismo de Miércoles de ceniza, de T.S. Eliot. Su poesía de naufragio es dolorosa; la muerte destruye, aniquila.

En Gorostiza la muerte también es aniquilante; su espasmo nocturno y oscuro destruye a Dios, a las estrellas, a las criaturas: la muerte reina en los escombros. La muerte en Villaurrutia es también oscura y tenebrosa, constante, vacía. Pero en Pellicer la muerte no destruye; no es oscura, sino luminosa. Muy tempranamente, en 1926, en Poema elemental, la consideró semejante a la sombra de Dios, y con esa idea recurrente engarzó las distintas imágenes:
 

Semejante a la sombra de Dios circula entre nosotros imponderable y fecunda.

Es el sagrado elemento, el fluido del tránsito, la inmensa fe muda.

Semejante a la sombra de Dios que vigila la tierra y el fuego y el aire y el mar, trae el orden que disminuye y aumenta, la resta y la suma total.

Semejante a la sombra de Dios es bella por indudable e invisible.

La fe de su esperanza embellece un instante el juramento del amor.

Semejante a la sombra de Dios se esparce en el pensamiento y nos domina sin nombrarla nunca, y seca las llagas, y en el sueño amontona la nada, cosa aérea y ruda...
 

En Tema para un nocturno, de 1949, al canto saludable y optimista de Poema elemental sobreviene la idea de que la muerte, que lo buscará entre los ríos, los árboles, la casa, las rosas, ya no lo encontrará: ''...Cuando la muerte venga a buscarme,/ mi ropa solamente encontrará."

La misma visión de la naturaleza fraterna da ocasión a que un tenue panteísmo se insinúe: no sólo es posible ver que todas las cosas conviven, luz y semillas, ríos y palabras, muerte y árboles; también es posible ser los demás, participar del ser de los otros. Se comparte la vida y la muerte porque todo vive, palpita, incluso lo que pareciera la negación de la vida, como vemos en otro poema de 1969, Yo nací joven: ''Creo que la muerte tiene tanta vida/ como yo en este instante."

Esta capacidad de ser en todos permite, acaso con una profunda verdad, sentir que no hay vacío, que la Vida colma todo; la muerte es joven, pulcra, viva; la nada es una cosa, algo que se reúne, que vive. Una visión así no llega a los límites: los ensancha. Todas las cosas revelan, indomablemente, la vida.

En 1974, por ejemplo, en el poema Dualidad nocturna, llamó ''joven" a la muerte y en Un soneto, de 1976, afirmó: ''Todos los sueños estaban despiertos;/ y la vida con los ojos cerrados,/ y la muerte con los ojos abiertos."

Por ello Pellicer no cantó a la muerte como aniquilante, por permanecer congruente con su afán franciscano, más cerca de la voz con que San Francisco había dicho: ''Gracias, Señor... por nuestra hermana la muerte..."

Pellicer cantó a la muerte como hermosa, fecunda o joven; como la sombra de Dios y la dadora de sueños; como la oportunidad de vivir para siempre. En su universo, el gozo y la vida, el sueño y la muerte, arden como una estrella que tenaz quema el vacío, la soledad, el frío, la ignorancia: el mundo arde lleno de sí, colmado de vida, capaz de revelarse en la muerte, capaz de abrazarla y rebasarla. Su actitud no fue como la de Gorostiza o de Villaurrutia; tanta fue la vida, la cercanía con la vida, que vio la muerte con otros ojos, con otra conciencia.

En un país como el nuestro, que hace de la muerte una calavera de azúcar, que hace de la muerte un pan endulzado, que mira a la muerte danzar y cantar y reír, habría que añadir que Pellicer dejó otro obsequio: el de la muerte hermosa, el de la muerte luminosa, que se saluda como hermana, como sombra divina.

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