Carlos Montemayor
Nuestra hermana la muerte en la obra de Carlos Pellicer
Cuando San Francisco rechazó públicamente
su posición acaudalada y se acogió al manto del obispo Guido,
abandonó el pueblo de Asís cantando poemas en lengua provenzal.
Podemos colegir de esto que tenía una formación literaria
y un especial gusto, innovador y acaso rebelde, por las lenguas vulgares.
Aunque escribió varios poemas en latín, su Cántico
del hermano Sol fue uno de los primeros poemas italianos escritos en
lengua vernácula y, al decir de la tradición, improvisado
después de 40 días de ayuno. Lo dictó a fray Pacífico,
que también fue poeta antes de seguirlo, y le pidió que lo
versificara con mejor ritmo para que todos lo memorizaran y lo entonasen
cada día.
La importancia de su pensamiento teológico, fundamental
para el desenvolvimiento del arte del Renacimiento, provino de su visión
de la naturaleza y las criaturas. Por primera vez se expandió un
pensamiento diferente del antropocentrismo de los clásicos y del
misticismo trascendentalista gótico: contempló al hombre
como otra criatura en el orden armonioso del mundo. De tal visión
se derivó un lazo de hermandad que a todos los seres unía
y estrechaba. Este amor por la naturaleza se convirtió posteriormente,
en buena medida, en la representación fidedigna de los paisajes,
actitudes y rasgos humanos del arte de Piero della Francesca, de Giotto,
de Masaccio o de Fra Angelico, e incluso, avanzando hacia un panteísmo
poético, en buena parte del pensamiento de los poetas alemanes del
romanticismo.
Ahora bien, los repetidos señalamientos críticos
sobre la obra de Carlos Pellicer como ''solar", ''sensual", ''ingenua",
''gozosa", sugieren esa tensión franciscana que no sumerge a las
criaturas en una fuerza desvanecedora, sino las mantiene como individuos
fraternos. La importancia de los seres es la misma: importa tanto la rosa
como el hombre, el Sol como el ave, lo elevado como lo profundo. La sabiduría
de un hombre es como la de una flor o de un ave; la luz es tan milagrosa
como la hormiga. Esta humildad que armoniza a los seres aparece en los
Sonetos
fraternales. La humildad del suelo descubre un rostro de sorpresa en
las cosas, porque no se inicia desde las alturas, sino desde el suelo del
mundo para profesar lealtad a sol y a tierra: ''Si en la última
piedra nos sentamos/ verás cómo caminan las hileras/ y las
hormigas de tu luz raseras/ moverán prodigiosos miligramos."
Cada himno a los elementos revela su gran familiaridad:
es la hermandad del mundo. Esta religiosidad franciscana distingue su actitud
poética del grupo de Contemporáneos, grupo afecto de manera
particular a la religión y a la muerte.
Gilberto Owen, que se consideró la conciencia teológica
del grupo, llegó a rechazar el catolicismo de Miércoles
de ceniza, de T.S. Eliot. Su poesía de naufragio es dolorosa;
la muerte destruye, aniquila.
En Gorostiza la muerte también es aniquilante;
su espasmo nocturno y oscuro destruye a Dios, a las estrellas, a las criaturas:
la muerte reina en los escombros. La muerte en Villaurrutia es también
oscura y tenebrosa, constante, vacía. Pero en Pellicer la muerte
no destruye; no es oscura, sino luminosa. Muy tempranamente, en 1926, en
Poema
elemental, la consideró semejante a la sombra de Dios, y con
esa idea recurrente engarzó las distintas imágenes:
Semejante a la sombra de Dios circula entre nosotros imponderable
y fecunda.
Es el sagrado elemento, el fluido del tránsito,
la inmensa fe muda.
Semejante a la sombra de Dios que vigila la tierra y el
fuego y el aire y el mar, trae el orden que disminuye y aumenta, la resta
y la suma total.
Semejante a la sombra de Dios es bella por indudable e
invisible.
La fe de su esperanza embellece un instante el juramento
del amor.
Semejante a la sombra de Dios se esparce en el pensamiento
y nos domina sin nombrarla nunca, y seca las llagas, y en el sueño
amontona la nada, cosa aérea y ruda...
En Tema para un nocturno, de 1949, al canto saludable
y optimista de Poema elemental sobreviene la idea de que la muerte,
que lo buscará entre los ríos, los árboles, la casa,
las rosas, ya no lo encontrará: ''...Cuando la muerte venga a buscarme,/
mi ropa solamente encontrará."
La misma visión de la naturaleza fraterna da ocasión
a que un tenue panteísmo se insinúe: no sólo es posible
ver
que todas las cosas conviven, luz y semillas, ríos y palabras,
muerte y árboles; también es posible ser los demás,
participar del ser de los otros. Se comparte la vida y la muerte
porque todo vive, palpita, incluso lo que pareciera la negación
de la vida, como vemos en otro poema de 1969, Yo nací joven:
''Creo que la muerte tiene tanta vida/ como yo en este instante."
Esta capacidad de ser en todos permite, acaso con
una profunda verdad, sentir que no hay vacío, que la Vida colma
todo; la muerte es joven, pulcra, viva; la nada es una cosa, algo que se
reúne, que vive. Una visión así no llega a los límites:
los ensancha. Todas las cosas revelan, indomablemente, la vida.
En 1974, por ejemplo, en el poema Dualidad nocturna,
llamó ''joven" a la muerte y en Un soneto, de 1976, afirmó:
''Todos los sueños estaban despiertos;/ y la vida con los ojos cerrados,/
y la muerte con los ojos abiertos."
Por ello Pellicer no cantó a la muerte como aniquilante,
por permanecer congruente con su afán franciscano, más cerca
de la voz con que San Francisco había dicho: ''Gracias, Señor...
por nuestra hermana la muerte..."
Pellicer cantó a la muerte como hermosa, fecunda
o joven; como la sombra de Dios y la dadora de sueños; como la oportunidad
de vivir para siempre. En su universo, el gozo y la vida, el sueño
y la muerte, arden como una estrella que tenaz quema el vacío, la
soledad, el frío, la ignorancia: el mundo arde lleno de sí,
colmado de vida, capaz de revelarse en la muerte, capaz de abrazarla y
rebasarla. Su actitud no fue como la de Gorostiza o de Villaurrutia; tanta
fue la vida, la cercanía con la vida, que vio la muerte con otros
ojos, con otra conciencia.
En un país como el nuestro, que hace de la muerte
una calavera de azúcar, que hace de la muerte un pan endulzado,
que mira a la muerte danzar y cantar y reír, habría que añadir
que Pellicer dejó otro obsequio: el de la muerte hermosa, el de
la muerte luminosa, que se saluda como hermana, como sombra divina.