El penal, una historia de corrupción
Tijuana,
BC, 20 de agosto. Inaugurada el 20 de noviembre de 1957, durante el
gobierno de Braulio Maldonado, la penitenciaría de la delegación
municipal de La Mesa, mejor conocida como El Pueblito, no era una
cárcel común.
Era, en realidad, un pueblito con pequeñas casas
habitadas por familias completas. Había comercios y zonas para ricos
y pobres. Existían 150 negocios particulares, restaurantes, barberías,
tiendas de ropa y hasta bares en los que se ofrecían toda clase
de bebidas, incluyendo licores importados y cerveza fría.
Diseñada para albergar exclusivamente a mil 600
internos sentenciados por delitos del orden común, La Pinta,
como la llaman los que vivían en ella, llegó a tener hasta
6 mil 700 internos, entre procesados y sentenciados, tanto del orden común
como del fuero federal.
Con una extensión de dos hectáreas, El
Pueblito se encuentra al sudoriente de Tijuana, rodeado de centros
industriales, comerciales y habitacionales. Era considerado por la Comisión
Nacional de Derechos Humanos el peor centro penitenciario del país
y, quizá, uno de los más inadecuados del mundo.
El secretario de Seguridad Pública, Alejandro Gertz
Manero, dijo que era el peor ejemplo de corrupción en el país,
pues se habían distorsionado todas las leyes, normas y reglas, al
grado de que quienes la comandaban eran los mayores criminales de la región,
con capacidad para repartir celdas, cobrar protección y abusar de
las mujeres.
Así, mientras buena parte de la población
carcelaria tenía que dormir en el piso, a la intemperie, algunos
gozaban de todas las comunidades en las carracas, celdas construidas
por ellos, las cuales se cotizaban hasta en 30 mil dólares, pues
contaban con sala, cocina, recámara, calefacción, televisión
satelital y teléfono celular.
Algunas, inclusive, contaban con balcón con vista
al patio central, una diminuta cancha de volibol, que en las noches utilizaban
unos 300 internos para dormir casi unos encima de otros.
Fue, hasta hoy, de los pocos centros penitenciarios en
que los reclusos podían vivir con sus familiares. (JORGE ALBERTO
CORNEJO, CORRESPONSAL, Y PATRICIA MUÑOZ RIOS)