MAR DE HISTORIAS
Encuentro en la Catedral
CRISTINA PACHECO
Ibamos entrando en Catedral cuando la señora Mather se detuvo, lanzó un oh muy largo, dio vueltas en el mismo sitio y se palpó el talle. Se veía chistosa. Imaginé que todo aquel desorden era consecuencia de los margaritas que había consumido la noche anterior, durante la cena mexicana que le ofrecimos al grupo en la terraza del hotel.
Mi contrato especifica que en toda circunstancia debo ser delicado y atento con los turistas. En realidad no sé para qué vienen. No disfrutan, se pasan todo el tiempo contándose entre sí para cerciorarse de que ninguno falta ni ha sido víctima de un secuestro. Me acerqué a la señora Mather y le pregunté, en mi pésimo inglés, qué le sucedía.
Pese a su inquietud, ella aprovechó para recordarme la promesa que me había arrancado la noche anterior mientras luchaba por zafarse de los dientes un pirulí: "Andréis, hablás todo españoul, per favorcito. Así yo aprendes". La señora Mather se sumó al grupo de turistas pensionados para ejercitar su español. En Chicago, su hijo Al está a punto de casarse con una mexicana y ella quiere sorprender a la futura nuera hablándole en su idioma.
Rehíce mi pregunta. Agitada, sudorosa, la señora Mather me reveló que había dejado su paraguas plegable en el autobús. Le dije: "Don't worry, madam: el chofer está allí, tiene la puerta cerrada y nadie podrá robarse su paraguas". El resto de los turistas no entendió mi explicación pero vi que se aferraban con más fuerza a sus bolsas y cámaras fotográficas.
Sonriente, opté por hablar más despacio: "Señora Mather, estamos dentro de la iglesia. Aunque llueva, no corremos peligro de mojarnos. Tranquilícese". Nada. La mujer me miró con sus ojos azul desnudo: "Andréis: pour favour. ƑVayas por mío paraiguas?"
Furioso, mentando madres, di media vuelta y salí por el dichoso "paraiguas". Camino al autobús escuché una risa inconfundible. Me volví y descubrí a un grupo de indigentes reunido bajo un árbol, entre perros y trapos sucios. Pensé que me había confundido y seguí rumbo al autobús.
Caminé un poco y volví a escuchar risa. Tenía que ser de Angélica. Sólo ella se ríe como si al abrir la boca pusiera a funcionar un zumbador hecho con hilo y un botón. Me dirigí al grupo de indigentes. El más viejo, semidesnudo y cargado de escapularios, al ver que me acercaba se rascó el pecho y me dijo: "No hay bronca. Esto es de todos, Ƒno?" Seguramente pensó que yo era algún funcionario menor que acudía, como supongo habrá sucedido otras veces, para ordenarles que desalojaran el sagrado lugar.
Iba a decírselo cuando volví a oír la risa estilo zumbador. Ya no tuve ninguna duda de que Angélica formaba parte de aquel grupo. Pero Ƒqué hacía allí? La explicación estaba en el tiempo que tenía de no verla. Dejé de ir a su casa porque me disgusté con su madre, mi hermana Luisa, cuando me anunció su nuevo embarazo. "ƑDe quién?" "De Juan. Regresó. Prometió que iba a cambiar, a dejar de beber, a procurarse un trabajo. Estuvimos bien un rato pero luego volvió a la largarse. La culpa es de sus amigos. Vienen y lo sonsacan, lo invitan a tomar y se pierde". No sé qué me dio más rabia: si su irresponsabilidad o su ánimo de disculpar a Juan.
No entiendo a las mujeres y menos a mi hermana: con el pretexto de que no encontraba chamba, mi cuñado se dedicó a la hueva. Le dio por mandar a sus hijos a pedirme dinero. Llegó el momento en que me negué a ayudarlos. Me dolió pero creí que serviría para que Juan o Efrén, el mayor de mis sobrinos, se pusieran a buscar trabajo en serio.
Cuando estalló el pleitazo con mi hermana, Angélica tenía 11 años. Sentada, vestida con el uniforme de la escuela, oyó la discusión como si no estuviera refiriéndome a su padre y a su hermano. La sentí abandonada. Me asustó imaginar su futuro en medio de tanta miseria y desorden. Le grité a Eugenia: "Olvídate de tus calenturas por Juan y piensa en tus hijos. Te advierto que no puedo seguir ayudándolos. ƑCrees que como guía de turistas gano millones? Piensa que en cualquier momento pueden quitarme el empleo. Y entonces Ƒde dónde van a sacar ustedes el dinero para comer?".
Eugenia me gritó que si había ido a insultarla mejor me largara. Antes de salir le advertí: "No me extrañaría que tu hijo Efrén acabara en la cárcel y Angélica de puta". Rumbo a la puerta oí la voz de mi sobrina: "Tío, por favor..." Seguí de largo, decidido a no volver. Caminé unas cuadras pero al fin pudo más la súplica de Angélica y volví a su casa.
La puerta seguía abierta. Angélica estaba absorta mirando Laura en América en el televisor. No me oyó. Eugenia tampoco: bebía de una botella. Otra vez imaginé el futuro de mi sobrina. Era idílico en comparación a lo que encontré cuando salí de Catedral para buscar el paraguas de la señora Mather.
II
El domingo llevé a los turistas al aeropuerto. Iban cargados de sombreros, piñatas en miniatura y el recuerdo de las margaritas bebidas durante la última cena. Antes de pasar el arco detector de metales los pensionados volvieron a contarse unos a otros:
"šEleven!", gritó el señor Beresford. La señora Mather me demostró sus avances en el español: "Muches gracies, Andréis, para toudas las aitenciones". Levantó el paraguas y lo sacudió en el aire: "No se fue perdido gracies a usteid. Babay".
La mujer iba feliz por el mísero rescate y yo me quedé agobiado por el recuerdo de Ángelica. Decidí ir a buscarla. No podría dejarla allí, a un lado de Catedral, secándose bajo un arbolito como si fuera un trozo de carne expuesta al sol.
III
El viejo de los escapularios dormía, rodeado por sus perros, sobre el fantasma de un colchón. Una mujer, con la cabeza liada en trapos, alargaba una mano huesuda y negra en silenciosa demanda de ayuda. Recargada en el árbol, Ángelica descansaba la cabeza en sus rodillas dobladas. Cuando me oyó decir su nombre saltó, como muñeco de una caja-sorpresa, y se echó a correr rumbo a Santo Domingo.
Mientras la seguía le imploré que no huyera. Llegó a la plaza y fue a sentarse en una banca frente a doña Josefa Ortiz de Domínguez. Las palomas aterrizaron sobre las baldosas húmedas y se pusieron a picotear sus mansos reflejos.
Me senté al otro extremo de la banca. Cuando estuve seguro de que Angélica no volvería a huir me le acerqué y dije lo único que se me ocurrió: "Qué animales tan bonitos, lástima que su caca sea tan mala". Oí la risa zumbadora. Recordé a la señora Mather: si no hubiera olvidado su paraguas en el autobús yo no estaría, a media mañana de un domingo, mirando la ruina en que se había convertido una vida de sólo 14 años.
"ƑCómo están?", le pregunté a Angélica sin atreverme a mirarla. "No sé". Me volví hacia ella: "ƑTe saliste de la casa?" Asintió. Su cabello revuelto y pegajoso se agitó como un enjambre. Seguí: "ƑPor qué?" Me contestó: "Porque allá todo está de la chingada". "Luisa, Juan, Efrén", cité a cada miembro de su familia como si, al igual que con los turistas, temiera que alguno hubiera sido víctima de un secuestro.
Angélica estiró las piernas y fingió bostezar para demostrarme que le daba igual lo que había sucedido: "Mi mamá se fue a vivir con 'el Tlaco' y se llevó al bebé. Se llama Salatiel. Bueno, así le decimos pero no está bautizado. Si el cabroncito se muere se va derecho al cielo, y sin que le cobren el boleto". Volví a oír la risa zumbadora. Sentí urgencia de llegar al fondo: "ƑQué pasó con tu papá y con Efrén?" "Ellos sí están juntos". Suspiré y ella rió de nuevo, disfrutando de antemano el efecto que me causaría el resto de su informe: "En la Grande. Lo bueno es que los entambaron a los dos en el Reclusorio Norte. Así, cuando me agarra el pedo de visitarlos, nomás gasto en un pasaje". Volvió a reír.
Nos quedamos unos minutos callados. Luego Angélica se me acercó: "ƑMe das 10 varos pa'unos tacos?". Me arrebató el dinero. Corrió antes de que yo pudiera impedirlo. Las palomas volaron, como espantadas por un fuerte estallido.