José María Espinasa
El destino de la lectura
El miércoles 3 de junio se publicó en el Diario Oficial de la Federación un decreto que, si alguien ya lo entendió, parece devolver a los editores a la tasa cero del impuesto al valor agregado (IVA), sólo que más complicada. Hace 30 años se discutía si el paso esencial en la industria editorial estaba en la pertinencia del texto, en el arte del tipógrafo o en el del prensista, en la calidad del papel o en las vías de comercialización. Ahora, sin que se haya resuelto el asunto, todos tenemos la sensación que la pieza esencial es el contador. En las grandes editoriales el aparato contable es mucho mayor que el de producción, y en las pequeñas es una carga tan onerosa y poco agradable que termina siendo motivo para cancelar muchos proyectos.
Esto crea una enorme perversión en todos los pasos de la cadena de producción. Es evidente que una industria en crisis, como lo está la nuestra, requiere de políticas de impulso a la lectura, entre las cuales una muy importante es la política fiscal. La imaginación no parece ser el fuerte de la Secretaría de Hacienda: varias maneras de estimular la industria editorial han sido puestas a prueba en otros países y valdría la pena aplicarlas -exención de impuestos a quien reinvierta ganancias; beneficios tributarios a librerías y distribuidoras; apoyo a ediciones minoritarias; desarrollo de canales de exportación, y vías de acceso a las nuevas tecnologías-, pero se hace todo lo contrario: se grava el derecho de autor, contraviniendo la misma idea de ''derecho de autor" y se quita en cambio el beneficio al ISR (aunque sea gradual.) El sainete del IVA parece haber terminado -aunque hay que exigir transparencia y consistencia a largo plazo-. Todo parece tener como objetivo no tanto recaudar más impuestos, sino hacer en extremo complicado el cumplimiento de las obligaciones tributarias, al grado de que se cae en un galimatías sin pies ni cabeza.
El costo administrativo de la industria editorial ha subido vertiginosamente, casi en la misma proporción en que ha descendido el público lector. La petición de normas sencillas parece ya incumplible por el aparato hacendario y cada cambio es visto con verdadero terror por el medio editorial, que apenas está entendiendo el anterior. Estimular significa entre otras cosas ''avivar una actividad", pero para ello se necesita que esa actividad esté viva y no deja de ser aterrador que llegue el momento en que se esté pensando en estimular a un muerto. Se habrá conseguido entonces matar esa actividad a fuerza de estímulos, contradicción dolorosa cuando se trata de algo que muchos consideramos eje no sólo de la cultura como tal sino de la misma existencia de la sociedad: el libro y la lectura.
En la práctica el libro necesita apoyo, nadie lo duda, pero un apoyo que no piense en ordeñar después (y a veces antes, como en este caso) a la magra vaca. Porque hay que recordar, y no queda más remedio que hacerlo, que los beneficios del libro no se traducen de la misma manera que cualquier otra mercancía, como ha querido Hacienda que ocurra, ya que se trata a la vez de un indicador del desarrollo social y una condición para que éste se produzca. La lectura funda su necesidad en sí misma por ser una actividad que crea, antes que nada, sentido. Y sólo después la necesaria plusvalía. Se me dirá que el inversionista quiere dividendos, y tiene razón, pero el Estado/gobierno no es un inversionista y su actitud hasta ahora lleva a dilapidar un capital acumulado, un capital de sentido y un capital de trabajo -oficios, infraestructura, experiencia, conocimiento- que atemoriza precisamente al potencial inversionista.
ƑHabrá que recordar también que México fue la primera potencia editorial en lengua española, que tuvo y tiene aún sellos editoriales que son un orgullo, y una de las literaturas más ricas del orbe? Creo que sí, que hay que recordarlo. Más aún cuando el lugar que se tenía se ha perdido en apenas dos décadas frente a una industria editorial tan boyante como es la española actualmente. Y habría que agregar que en muchos casos fue la nuestra el modelo que tomó la de España.
Al fin y al cabo los editores (los escritores, los lectores) lo que piden es tener sentido común: no hay que ponerle impuestos adicionales a una industria en crisis sino simplificar los que ya se tienen, hacerlos viables. Se pide también coherencia a las políticas del gobierno y no mandar señales contradictorias con programas de fomento a la lectura, que hay que discutir y discernir entre lo que serían tanques de oxígeno para una industria con el agua al cuello y medidas a largo plazo -esta es una carrera de fondo- encaminadas a la formación de un hábito de la lectura que repercutiría en la creación de un mercado saludable y una industria sana.
Este puede ser el espacio en que se mueva el Congreso, asumiendo la iniciativa de propuestas mucho más arriesgadas que funcionen como verdaderos incentivos a la industria editorial, que consiga por un lado adelgazar la enorme presencia del Estado en esta rama -se habla de 73 por ciento del total de la producción y este porcentaje crecerá con las 750 mil bibliotecas escolares anunciadas en México: hacia un país de lectores, cuyos mecanismos de selección de títulos habrá que clarificar a la vez que se transparentan los mecanismos de compra- y, por otro, volver competitivo tanto en México como en el extranjero al libro mexicano. El enfermo está en cuidados intensivos, el tanque de oxígeno parece estar listo, pero las medidas que lo saquen del coma aún están por llegar.