Bernardo Barranco V.
Focos rojos ante la visita del Papa
Si en las cuatro visitas anteriores del Papa la presión estaba del lado del gobierno y de ciertos actores sociales, ahora recae particularmente en la sacudida jerarquía católica mexicana. El papa Juan Pablo II vendrá a México, es un hecho, y canonizará a Juan Diego; los voceros del Vaticano así lo han confirmado y, si su salud lo permite, aquí estará a fines de julio. Pero, Ƒqué Papa vendrá a nuestro país? ƑQué características tendrá la quinta visita?
Sin duda el anciano pontífice está muy debilitado con el peso de una Iglesia convulsionada por los escándalos. A sus 82 años mantiene una fe sólida que no le impide consumirse por los dolores acechantes de las enfermedades ni por la complejidad de una Iglesia tironeada y desafiada por la sociedad moderna. Desde hace 23 años, México se ha revelado tierra fértil para los pontífices. Recordemos que, independientemente de los motivos de su viaje, la sola presencia del Papa es el centro de atención. Estamos seguros de que sea cual fuere el estado del pontífice, la química se recreará y la identificación con el pueblo mexicano tomará nuevas formas.
Resulta contrastante que al inicio del pontificado, en 1978, los estrategas del Vaticano centraran la imagen de la Iglesia en el vigoroso y atlético Karol Wojtyla. Esa estratagema ahora se revierte porque el Papa transmite dolor, ancianidad, enfermedad y dificultad para comunicarse fluidamente. Los expertos en comunicación opinan que esta imagen se traslada a la institución. Si hace dos décadas el mensaje era el de un potente relevo en la cabeza de la Iglesia, conservador y musculoso, hoy en cambio el script está cargado de los sentimientos encontrados de la decadencia. En otras palabras, el Papa arrastra con su sufrida imagen a toda la Iglesia, asentándola en el pasado.
Si bien él ya no es el mismo, tampoco la sociedad mexicana y, por tanto, nos atrevemos a afirmar que la Iglesia católica del país mucho menos. Desde su última visita, en enero de 1999, los reacomodos sociales y políticos han colocado a la Iglesia, en particular a su jerarquía, en planos cualitativamente diferentes. Resulta paradójico que con un Presidente católico y guadalupano, la jerarquía ha venido perdiendo autoridad moral y social en México. Aún vivimos los rebotes de división interna que causaron las elecciones de 2000, en las que un pequeño grupo de obispos apostó y jugó sucio por la continuidad priísta, al mismo tiempo que la mayoría apostó por la alternancia foxista, pero no ha podido concretar las promesas de campaña ni acomodarse en el actual proceso de transición y luchan penosamente por reacomodarse en la nueva circunstancia.
Dichos crispamientos no escapan al clima sucesorio que vive la Iglesia. En suma, la jerarquía mexicana continúa empecinada en centrar su interlocución con el Estado y no percibe aún que la jugada ha cambiado, y que ahora debe orientarse hacia la sociedad. Ser, pues, más evangélica y menos política.
Por otra parte, las peligrosas amistades públicas del cardenal Norberto Rivera y los recientes enfrentamientos de Jorge Carpizo contra el cardenal Sandoval Iñiguez en torno al asesinato de Juan Jesús Posadas Ocampo y su voluminoso libro, abren pantanosas tesituras y desatan suposiciones de probables vínculos y articulaciones de altos prelados con la corrupción y el narcotráfico. Los escándalos pedofílicos en Estados Unidos han tenido reveladoras y devastadoras repercusiones en nuestro país. Comentarios desatinados de la jerarquía sobre los abusos sexuales evidenciaron encubrimientos, ocultamientos y complicidades de los obispos ante actos ilícitos del clero. La opinión pública ha puesto en cuestión las distinciones eclesiásticas entre pecado y delito, entre fuero religioso y confabulación de las autoridades. Desde luego que se reabre el caso del padre Marcial Maciel y la reputación de los poderosos Legionarios de Cristo. Este incidente, ocurrido en 1997, pone en tela de juicio no sólo cuán limitadas son las leyes mexicanas, sino que devela verdaderos complots de personajes poderosos para silenciar a los medios de comunicación. Tal fue el caso de Canal 40, en el que políticos, religiosos, empresarios y comunicadores fueron cómplices de ocultamiento.
Si el panorama se antoja delicado, hay que sumar el deplorable manejo del proceso de canonización, así como de la imagen del propio Juan Diego. La fugaz presencia de Onésimo Cepeda, banal y frívola, fue un acto de provocación. El obispo de Ecatepec, además de pretender romper un récord Guinnes, ponía a la Iglesia en riesgo de un nuevo escándalo, pues los terrenos que proponía para la ceremonia de canonización eran peligrosos política y económicamente. También las indiscreciones en Roma, filtradas a Andrea Torneli, sobre la oposición de unos curas, entre ellos Olimón, tildados de antiaparicionistas, crearon de nuevo una atmósfera de linchamiento sobre el ex abad Schulenburg.
Mención aparte requiere la presentación oficial de la imagen europeizada de Juan Diego, que provocó las más diversas y airadas reacciones, y a las que ahora se incorporaron sectores académicos de antropología e historia. La inevitable comercialización que ha irritado de nuevo a católicos se antoja a estas alturas peccata minuta. Pero está en puerta una nueva bomba: el libro de Manuel Olimón, La búsqueda de Juan Diego. El sacerdote liberado del secreto pontificio reproduce investigaciones de 1982, retenidas por autoridades vaticanas, en las que se establecen dictámenes que muestran que tanto la pintura como el lienzo guadalupanos son obras humanas; a ello añade una reveladora correspondencia.
Algunos obispos acusan a los medios de ataques, otros ya hablan de enemigos de la Iglesia y proponen cerrar filas; pocos en realidad son autocríticos. A dos meses de la visita pontifical muchas cosas han cambiado, se escuchan sirenas de alarma en la jerarquía.