Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 13 de mayo de 2002
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Cultura
Hermann Bellinghausen

Dos historias de experiencia

UNA. El cine es buen vehículo para contar las aventuras eróticas de una persona concreta. En vez del porno -que parte de un principio de irrealidad, de falsificación, aún si recurre al verismo gore-, la representación verosímil de lo que la gente común (toda gente es común) realiza en la intimidad, a puerta cerrada, a solas o no. Los deseos cumplidos, o no, en secreto.

 Sin contar los sadomasoquismos aceptados de buena grado, también se trata, sí, de uno de los espacios preferidos de la violencia doméstica. Como quiera, no era el caso. Ruty nunca se puso en situaciones verdaderamente violentas en la película de su vida; no formaban parte de su imaginación ni de sus deseos.

 Un pozo insondable en cambio su íntima intensidad entregada a los sentidos, el tacto en especial. Por todo el cuerpo. Podía ensordecer, ciega. o perder el sentido de la orientación. El pozo de olores y superficies conducía ineluctablemente a la vagina, su templo.

 Se conocía bien, a fondo, tras la convivencia vitalicia consigo misma. Se disfrutaba al espejo. Le gustaba mirarse a los ojos. Le gustaban sus manos, conocía el valor de su hermosura en tan sólo cinco dedos.

 Un hombre la hurtaba, o controlaba, sólo si en deliberado deseo ella accedía. Dejarse ir era prueba definitiva de su confianza. Con las mujeres fue distinto: nunca pretendieron dominarla. Se entregaba a una mujer como agua que cae en agua. Con mujeres descansaba de "eso" del varón para cansarse en otro pozo.

 Lo mismo da qué clase de educación recibió, sin duda conservadora, Ruty se descubrió, muy joven, en posesión venturosa de su sexo. Pocas mujeres (y hombres) alcanzan una iluminación temprana de los verdaderos límites, que están mucho más allá de lo que se cree. En su vida probó de todo, y casi todo le gustó. Pero como no hay verdadero deseo sin pasión, sufrió el descorazonado corazón en lo profundo. Se enamoró mucho, aunque no siempre. Jamás tuvo sexo a fuerzas o por conveniencia. Nunca fingió sentir lo que no sentía. Ni viceversa.

 Nunca hizo el amor con alguien que no le latiera, no importa si después dejaba de gustarle (lo cual no significa arrepentirse). Tal fue su virtud y su deleite. Entregarse era sagrado, un homenaje al otro.

 Aventurada, curiosa, retadora. La suya, una película de media noche y en problemas con la censura, filmada no desde el punto de vista del mirón tras la cerradura, ni del taxidermista, sino desde la retina alada de los órganos sexuales que hay por todo el cuerpo, no sólo en el oscuro y húmedo centro del mundo. En primer plano. En primera persona.

DOS. Cae la tarde del domingo y Juvencio arriba a la milpa con su yerno Leandro y su hija chiquita Albina. Hora improbable para la actividad agrícola. ¿No dicen que en domingo hasta dios descansaba?

 Entre los tres encienden una hoguera más ritual que utilitaria a orillas del sembradío que verdea. Por encima de los cerros, la tarde larga ya pardea. Así que a rimar jilotes a puro golpe de imaginaria tea. Albina sigue a los varones en su trabajo, ociosa juega con dos gordos abalorios atados a un hilo en sus dos extremos. Menea la muñeca, las bolas chocan y el aire se inunda del rápido amarillo del chisporroteo.

 Juvencio conoce el momento crítico del estiaje. Debe desyerbar al máximo, soltar al riego los remanentes de agua de la cisterna antes que la tierra propague su sed a la milpa. Y será el sereno, pero esta inflexión de la sequía coincide siempre con que la Cruz de Mayo acaba de pasar.

 Ya su agüelo sancochaba sus reservas de esperanza la tarde del día cinco. Y el agüelo de su agüelo había derrotado a los franchutes el único año de su vida que no cuidó la sed de su maizal, hace 140 años. Todos los demás cincos de mayo los dedicó, como Juvencio ahora, a resfrescar los incipientes maizales para la cosecha por venir. Aunque cayera en domingo, ahí sí ni dios.

 Y chac-chac-chac, el juguete de Albina, las sombras crecientes del atardecer, los años de antes y después, que chocan. En el seco ambiente, arrojan al aire del anochecer pequeñísimas centellas. Los surcos oscurecen de agua. La niña moja sus pies descalzos. Juvencio lleva sus manos a la cintura, contempla la brotante promesa de la parcela viva. "Ojalá así siga", dice para sí pero lo oyen Leandro, ojiabierto, sereno, y Albina echando chispas.

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