Hermann Bellinghausen
Dos historias de experiencia
UNA. El cine es buen vehículo para contar las aventuras
eróticas de una persona concreta. En vez del porno -que parte de
un principio de irrealidad, de falsificación, aún si recurre
al verismo gore-, la representación verosímil de lo que la
gente común (toda gente es común) realiza en la intimidad,
a puerta cerrada, a solas o no. Los deseos cumplidos, o no, en secreto.
Sin contar los sadomasoquismos aceptados de buena
grado, también se trata, sí, de uno de los espacios preferidos
de la violencia doméstica. Como quiera, no era el caso. Ruty nunca
se puso en situaciones verdaderamente violentas en la película de
su vida; no formaban parte de su imaginación ni de sus deseos.
Un pozo insondable en cambio su íntima intensidad
entregada a los sentidos, el tacto en especial. Por todo el cuerpo. Podía
ensordecer, ciega. o perder el sentido de la orientación. El pozo
de olores y superficies conducía ineluctablemente a la vagina, su
templo.
Se conocía bien, a fondo, tras la convivencia
vitalicia consigo misma. Se disfrutaba al espejo. Le gustaba mirarse a
los ojos. Le gustaban sus manos, conocía el valor de su hermosura
en tan sólo cinco dedos.
Un hombre la hurtaba, o controlaba, sólo
si en deliberado deseo ella accedía. Dejarse ir era prueba definitiva
de su confianza. Con las mujeres fue distinto: nunca pretendieron dominarla.
Se entregaba a una mujer como agua que cae en agua. Con mujeres descansaba
de "eso" del varón para cansarse en otro pozo.
Lo mismo da qué clase de educación
recibió, sin duda conservadora, Ruty se descubrió, muy joven,
en posesión venturosa de su sexo. Pocas mujeres (y hombres) alcanzan
una iluminación temprana de los verdaderos límites, que están
mucho más allá de lo que se cree. En su vida probó
de todo, y casi todo le gustó. Pero como no hay verdadero deseo
sin pasión, sufrió el descorazonado corazón en lo
profundo. Se enamoró mucho, aunque no siempre. Jamás tuvo
sexo a fuerzas o por conveniencia. Nunca fingió sentir lo que no
sentía. Ni viceversa.
Nunca hizo el amor con alguien que no le latiera,
no importa si después dejaba de gustarle (lo cual no significa arrepentirse).
Tal fue su virtud y su deleite. Entregarse era sagrado, un homenaje al
otro.
Aventurada, curiosa, retadora. La suya, una película
de media noche y en problemas con la censura, filmada no desde el punto
de vista del mirón tras la cerradura, ni del taxidermista, sino
desde la retina alada de los órganos sexuales que hay por todo el
cuerpo, no sólo en el oscuro y húmedo centro del mundo. En
primer plano. En primera persona.
DOS. Cae la tarde del domingo y Juvencio arriba a la milpa
con su yerno Leandro y su hija chiquita Albina. Hora improbable para la
actividad agrícola. ¿No dicen que en domingo hasta dios descansaba?
Entre los tres encienden una hoguera más
ritual que utilitaria a orillas del sembradío que verdea. Por encima
de los cerros, la tarde larga ya pardea. Así que a rimar jilotes
a puro golpe de imaginaria tea. Albina sigue a los varones en su trabajo,
ociosa juega con dos gordos abalorios atados a un hilo en sus dos extremos.
Menea la muñeca, las bolas chocan y el aire se inunda del rápido
amarillo del chisporroteo.
Juvencio conoce el momento crítico del estiaje.
Debe desyerbar al máximo, soltar al riego los remanentes de agua
de la cisterna antes que la tierra propague su sed a la milpa. Y será
el sereno, pero esta inflexión de la sequía coincide siempre
con que la Cruz de Mayo acaba de pasar.
Ya su agüelo sancochaba sus reservas de esperanza
la tarde del día cinco. Y el agüelo de su agüelo había
derrotado a los franchutes el único año de su vida que no
cuidó la sed de su maizal, hace 140 años. Todos los demás
cincos de mayo los dedicó, como Juvencio ahora, a resfrescar los
incipientes maizales para la cosecha por venir. Aunque cayera en domingo,
ahí sí ni dios.
Y chac-chac-chac, el juguete de Albina, las sombras
crecientes del atardecer, los años de antes y después, que
chocan. En el seco ambiente, arrojan al aire del anochecer pequeñísimas
centellas. Los surcos oscurecen de agua. La niña moja sus pies descalzos.
Juvencio lleva sus manos a la cintura, contempla la brotante promesa de
la parcela viva. "Ojalá así siga", dice para sí pero
lo oyen Leandro, ojiabierto, sereno, y Albina echando chispas.