Hermann Bellinghausen
Ciertas fiebres
La fiebres martinicas, vaya que le habían dado duro, bruscas. Ahora, aliviado, Gordon veía las horas de fiebre como un descenso al negro. Por fortuna pasaron rápido, y para alguien tan afanado e insomne, resultaron reparadoras.
El capitán Gordon es de quienes para reposar necesitan enfermarse, naufragar o quedar varado en alguna latitud poco frecuentada. Así que las martinicas le dieron una oportunidad, dolorosa, igual que una jaqueca, de reducirse a su interior inactivo en estado de hibernación. Fugaz, pero suficiente.
Los primeros síntomas (ese temblor de mandíbula, esas agujas en las pantorrillas), le avisaron que las fiebres venían. No hacía falta ser médico o adivino. Desde que se hicieron a la mar, la mitad de la tripulación había caído, cual fichas de dominó, en el fragor tropical de las temibles fiebres.
Permaneció demasiado tiempo con el timonel, explicándole las rutas mientras él se guardaba a padecer y convalecer. Así que cuando salió a cubierta la calentura iba en eso de los 40. Alcanzó entre nubes el pie de la escalera de hierro, y se le hizo vaya montaña. Cogió, para apoyarse, el barandal blanco (toda la escala estaba recién pintada de blanco; él mismo se encargaba de no dar tregua a los grumetes, aquí pintas, allá barres, trapeas, empujas, desamarras, cargas, trasladas los tambos, los contenedores, el cordelaje, desquitas tu sueldo, gandalla).
Qué altas le parecieron las escaleras ƑLlegaría? Líneas paralelas, las barras que hacían de peldaño iban en sentido inverso al fluir de su conciencia que bajaba, bajaba, casi diríamos que eso era caer. Además, antes de hundir su miseria en el camarote, tenía la obligación de obturar el interceptor de la torre con su llave de capitán. Subir para bajar.
No recuerda cómo alcanzó el catre, pero le parece que lo hizo con sus propios medios. Al despertar a las tantas, horas después, dejaba atrás un perfecto negro, limpio, cerrado, nulo. La escala la debió trepar a gatas, de rodillas, agarrado del hierro con sus últimas reservas de nervio.
Varias noches más tarde, miraba la nada de un mar sin luna plagado de estrellas que siendo luz no alumbran. A solas con sus instrumentos de bitácora, empinaba con lentitud el "ale" café que le remiten del río Tyne cada tres meses los provedores de la compañía.
El timonel, en el compartimento del entrepiso, manejaba en rutina escuchando alguna clase de música pop desconocida. La muchacha en la grabadora cantaba una balada que ring, resonó en la memoria de Gordon. ƑQuién te dirá cuándo es demasiado tarde? ƑQuién te llevará a casa esta noche? ƑQuién te levantará cuando caigas? ƑQuién pondrá atención a tus sueños? ƑQuién te enchufará sus oídos cuando grites?
Uf, Gordon también fue joven, alguna vez, y The Cars eran famosos cantando "Drive". Pero la versión del timonel...; en fin, luego sabría que de los Vagabond Lovers, un grupo de la nueva generación. Le alegró recordar su vida con tan poca cosa.
Ese era Gordon. Resolvía con alguna clase de nostalgia sin motivo la explicación del negro profundo que lo acababa de soltar. Como al resto de la tripulación, curó las martinicas en su litera en un delirio de escalofríos, fosfenos y sienes palpitantes, un obnubilado nudo en el pecho. Y tuvo un regreso paulatino a la esfera de los vivos.
Qué chula la vida al final del túnel. La noche deja ver sólo aquello que toca la luz del reflector. Un poco de brisa, un tropel de constelaciones. Un rumor salobre, con tres partes de silencio y una de ruido, suficiente para escuchar los latidos de su corazón.