MONTERREY: ENCUENTRO PARA NADA
Al
admitir ayer que en la Conferencia sobre la Financiación para el
Desarrollo que se realiza en Monterrey no se lograrán los objetivos
trazados por el propio organismo internacional hace 30 años --lograr
que los países ricos transfieran a los pobres el 0.7 por ciento
de su PIB-- ni se conseguirán acuerdos para aliviar la carga de
la deuda externa de las naciones en desarrollo, el secretario general de
la ONU, Kofi Annan, dejó al descubierto la monumental inutilidad
de ese encuentro, al que tienen previsto asistir cerca de 50 jefes de Estado
y de gobierno, entre ellos los presidentes de Cuba, Estados Unidos, Francia,
Argentina e Italia y los primeros ministros de Italia y España,
además, por supuesto, del mandatario anfitrión, Vicente Fox.
Dejando de lado esta asombrosa confesión de ineptitud
personal e institucional por parte del más alto funcionario de Naciones
Unidas, los hechos le dan la razón a Annan: la declaración
de la conferencia, el llamado Consenso de Monterrey, que aún se
encuentra en etapa de borrador, es papel mojado y ejercicio de simulación,
en la medida en que elude cualquier compromiso específico por parte
de Estados Unidos, Europa y Japón hacia las naciones pobres de Africa,
América Latina y Asia.
Por si hicieran falta elementos para ponderar la exasperante
mascarada que se lleva a cabo en la ca- pital neoleonesa, bastaría
con comparar el lineamiento adoptado por la ONU en los años setenta
--los países industrializados deben destinar el 0.7 por ciento de
su PIB para propiciar el desarrollo de las naciones pobres-- con el 0.1
por ciento que Estados Unidos canalizará a ese fin y con el 0.39
por ciento que ha estipulado la Unión Europea. Ambas determinaciones,
la estadunidense y la europea, fueron dadas a conocer la semana pasada,
en vísperas de la Cumbre de Monterrey, y puede descartarse que en
el curso de las reuniones modifiquen su posición. La Cumbre de Monterrey
es, pues, un ejercicio inútil, frívolo y vacío.
Desde esa perspectiva, el encuentro podría reducirse
a una ruidosa tomadura de pelo, a una operación de lavado de imagen
de los países ricos, y a un derroche de dinero, organización
y atención mediática; debe reconocerse, sin embargo, su utilidad
como catalizador de una reflexión de fondo por parte de sectores
críticos de distintas naciones acerca del sentido humano, democrático
y social con que debe conducirse la inevitable mundialización de
la economía, debate del que se ha dado cuenta con profusión
en estas páginas.
A juzgar por las orientaciones del encuentro de Monterrey,
los gobiernos de las grandes potencias económicas siguen sin entender
que la pavorosa desigualdad generada en el mundo por las reglas vigentes
de la globalización neoliberal constituye un peligro para la humanidad
en su conjunto y no sólo para los cientos de millones de personas
que sobreviven con menos de un dólar diario en los países
periféricos. Dicho en otros términos, la transferencia de
recursos suficientes a esos países y a ese sector miserable de la
especie no debe ser vista como un acto de caridad, sino como una obligación
cuyo incumplimiento pone en serio riesgo la muy precaria estabilidad de
la comunidad internacional y la paz y la prosperidad de los paraísos
del consumo y el comercio.