José Blanco
UNAM: reforma sin perspectiva
Quien no vea que a la UNAM le es indispensable una reforma profunda, o no la conoce, o no sabe lo que ha ocurrido en la educación superior del mundo en los últimos veinte años, o no está enterado de la revolución del conocimiento, o ignora que la sociedad de conocimiento en que están convirtiéndose los países desarrollados no es una frase, sino un hecho contundente de magnitud insospechada, o desconoce que esta institución era una universidad de Estado, de un Estado corporativo en extinción, y que pese a ese cambio radical, la UNAM no ha hecho una reflexión colectiva de lo que puede ser su proyecto para el siglo xxi.
A menos que haya una transformación radical del modo como vienen operando la sociedad y la economía mundiales, el presente indica que el futuro será uno de mayores polarizaciones sociales, que esta vez estarán determinadas por el grado de educación que alcancen las diversas sociedades del mundo. Ciencia, tecnología y cultura determinarán como nunca el lugar de cada uno en el planeta.
Desde hace algunos años, la UNAM corre un inmenso riesgo: resbalar gradual o rápidamente en la dirección de convertirse en una inmensa universidad de masas en la mediocridad. Sólo una reforma profunda que la reorganice en todos sus términos para convertirla en una institución exigente de alta calidad, puede salvarla.
Esa reforma, sin embargo, no puede brotar sólo del consenso de sus actores internos. Como he mostrado en otro lugar (véase J. Blanco, La UNAM. Su estructura, sus aportes, su crisis, su futuro, FCE, agosto, 2001) cualquier reforma cuyo propósito sea elevar la calidad académica de la institución superando sus actuales laxas normas de admisión y promoción de los alumnos, pondrá en contra de la propia reforma a la mayoría de los estudiantes y a una parte más o menos incierta de los académicos. La razón es simple: actualmente, generación tras generación, aproximadamente 50 por ciento de los alumnos de licenciatura, en promedio, abandona estudios, en un lapso que puede ser el primer semestre en que se inscribieron, o que puede llegar hasta 10 años y más de inscribirse en la institución para, por fin, abandonar estudios sin poder ir más allá del 50 o 60 por ciento de los créditos. Los antecedentes sociales y escolares de estos alumnos les impiden cursar una licenciatura, aun bajo las laxas reglas del juego académico actuales. En el trasfondo profundo de las huelgas del CEU y del CGH, que tuvieron en su momento una amplia base estudiantil de apoyo, está ese drama.
Una reforma debe ser capaz de solucionar, a un tiempo, la necesidad de conformar una universidad pública de alto nivel y la creación de los espacios educativos necesarios para que alcancen una educación planeada y terminal quienes actualmente sólo consiguen la frustración del abandono de estudios. La educación terciaria en su totalidad debe ser revisada. No sólo la UNAM.
Por razones que pueden ser legítimas en el contexto actual, una proporción significativa de académicos de alto nivel tampoco quiere la reforma. Una de las razones es que no la quiere a través de un congreso. Así, hoy por hoy, la mitad o más de los universitarios estará en contra de una reforma para una universidad de alta calidad. Entre quienes sí quieren una reforma están los que no la quieren mediante un congreso. Pero también, entre quienes sí desean una reforma hay muy diversos proyectos, en algunos casos, inconciliables. Hay quienes quieren una reforma para crear una universidad pueblo, aunque no la llamen así, pero que están a favor de abrir las puertas al pueblo al estilo lopezobradorista. Y aun entre quienes sí quieren una reforma para crear una universidad académica de alto nivel, también hay proyectos diferentes.
La UNAM, de otra parte, extasiado Narciso moderno, no ha podido dejar de verse sólo a sí misma. El endogenismo predomina. Sin el concurso coordinado del conjunto del sistema de educación superior pública, probablemente la UNAM no pueda ser reformada.
A pesar de la enorme cantidad de talento que vive al interior de los muros de nuestra querida universidad, los universitarios de hoy están impedidos, por sí solos, de generar la reforma que urge a la institución. A los universitarios de hoy aún les falta aceptar con sencillez que la universidad no es de ellos, sino de la sociedad, que es ésta la que tiene que decir responsablemente qué es lo que quiere de ella. Debe definir los objetivos y las metas; definir el qué; el cómo sí corresponde a quienes saben: los universitarios.
En la coyuntura actual, el mayor obstáculo hacia el congreso y la reforma es, sin embargo, un gran misterio que recorre el campus: los tiempos políticos y el proyecto de reforma que tiene en su cabeza el rector. Una nueva ley orgánica, propuesta por él, como hizo en 1944 el rector Caso, sí que movilizaría a la deprimida comunidad universitaria hoy renuente a mover un dedo por salvar a la institución.