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''Creatividad, creo
yo, es la capacidad de vivir bien'', me dijo un día la joven poeta
hondureña Melissa Cardoza. Pero se negó a contestarme: ¿y
cómo crea una mujer? ''Con el útero será -me contestó-
la tuya es una pregunta esencialista''.
No me interesa saber nada acerca de una creación ex novo, de una
de tipo divino, de la idealización romántica de la maternidad
o de la idealización lockiana de la educación, la que nos
hace humanos desde la tabula rasa de nuestra inicial ignorancia. Es una
fijación algo obsesiva, que me da por momentos, la de saber cómo
crea literalmente, o sea cómo reinventa la realidad, cómo
exorciza el recuerdo, cómo simboliza su entorno, cómo sublima
su incapacidad, cómo significa su percepción de la vida
otra escritora, las otras escritoras.
Lori, el personaje de Aprendizaje o el libro de los placeres de Clarice
Lispector, afirma: ''Siempre tuve que luchar contra mi tendencia a ser
la sierva del hombre, tanto admiraba al hombre en contraste con la mujer.
El hombre siente el coraje de estar vivo. Mientras yo, mujer, soy un poco
más delicada y por eso mismo más débil, tú
eres primitivo y directo''.
¿El coraje de estar vivo es el de escribir? Lispector era mujer
y escribía. En La pasión según G.H., concretamente:
''...estoy procurando. Estoy intentando entender. Intentando dar a alguien
lo que viví y no sé a quien, pero no quiero quedarme con
lo que viví''. Creo que lo que escribió Lispector en 1964
participa de un algo semejante a una parte que movió a escribir
a la costarricense Carmen Lyra en 1939, cuando trajo a la luz la psique
femenina infantil, indicando cuáles elementos de la niñez
se convertirán en las raíces de la personalidad adulta.
Yo escribo desde lo ocho años, desde que pude robarme un cuaderno,
contra mis malas calificaciones, contra mis cinco hermanos, contra el
horror de la infancia, contra mi lengua improbable (nana austríaca,
escuela francesa, ciudad italiana), escribo porque me sofoco si no lo
hago.
El móvil intelectual, la idea que se quiere plasmar, no me explica
el impulso de escribir. ¿Elena Garro concibió La culpa es
de los tlaxcaltecas sólo para desmantelar el mito misógino
de la Malinche, de la mujer culpable de haber hecho caer el imperio mexica?
¿Podía no escribir? ¿Podía sobrevivir a la
necesidad urgente, absoluta, contraria hasta la frustración de
no verse publicada en su país de origen, de seguir escribiendo?
¿Y cómo leyó La Biblia Inés Arredondo para
encontrar en el Primer Libro de los Reyes a Abisag, la muchacha destinada
a acompañar a David en su extrema vejez? ¿La leyó
para escribir La Sunamite en 1965, o es que cualquier lectura, cualquier
visión, cualquier palabra, música, sensación, lleva
a escribir a la escritora?
Elena Poniatowska, que navega con bandera de ''yo no sé'' según
le señalaron sus maestros de aristocracia europea y burguesía
mexicana (de manera que todas las cosas inteligentes que dice resaltan
mucho más), nunca sabe explicar por qué escribe. Pero que
no puede dejar de hacerlo, lo gritan sus ojos desorbitados cuando múltiples
empeños la alejan del escritorio.
Al estudiar a las artistas populares, Eli Bartra afirmó en En busca
de las diablas, que son capaces de saltar de la definición-catalogación
de surrealista al hecho concreto, realista de ''recrear'' todo lo que
las impacta: las escenas de la vida diaria, bodas, partos, operaciones,
campesino en el campo.
¿Qué nos impacta a las escritoras? ¿Qué no
nos deja vivir si no escribimos? Todas las disciplinas humanas tienen
una explicación del momento de la creación. Recuerdo de
una idea innata, sublimación del deseo, transmisión de una
experiencia, simbolización: las explicaciones del impulso creativo
han sido construidas a lo largo de siglos sobre hipótesis masculinas
que tomaban en consideración a artistas masculinos. A final de
cuenta, sostenían que las escritoras eran algo masculinas, Cristine
de Pisan obligada a mantenerse sola; la condesa de Ségur decidida
a determinar la educación de las niñas de la aristocracia;
George Sand, tan enamorada de tantos hombres. Hasta Simone de Beauvoir
era tan masculinamente estéril. Lástima que ese algo era
cualquier cosa, una marca de humanidad. Era todo lo no ''natural'', en
pocas palabras.
Para la cultura grafomaniaca de Europa y sus postrimerías, escribir
era no parir, era hacer la guerra, suspirar el amor. Lo masculino se identificaba
con la infertilidad masculina, con la incapacidad del hombre de dar vida;
y la consiguiente búsqueda de la inmanencia a través del
arte, sucedáneo de la gestación, creación desde la
mente: Zeus embarazado de Atenea, el peor dolor de cabeza de un DIOS.
''¿Cómo salir de esta trampa y construirse un tiempo que
corresponda a nuestro espacio y que podamos habitar con el sentimiento
de legitimidad de los dueños?'' se preguntó en El mar y
sus pescaditos Rosario Castellanos. De hecho, según Aralia López,
toda la literatura de Castellanos se ha formulado una y otra vez ¿cómo
hacer?, en el terreno de la realidad objetiva y de la conciencia. Y agrega:
la literatura participa en la construcción del conocimiento y de
una forma particular, no teórica ni científica, busca crear
un saber e insiste en comunicarlos.
Nosotras somos parte creadora de la cultura grafomaniaca de occidente,
nos guste o no, nos lo reconozcan o no. Somos Roswitha de GanderSheim
y Virginia Woolf, Safo y Juana Gorriti. Somos la prueba. Somos, que vivan
Aralia López y su claridad, nuestra necesidad de comunicarnos.
Dentro de una realidad dada, por una necesidad a su vez creada: la de
mi humanidad, concreta, práctica, escribo, escribimos, como en
las culturas ágrafas se narra. Como la pitonisa responde a la pregunta
sobre la vida y la muerte con el aliento de la madre tierra que la inspira.
El momento de escribir es el momento de decir, de la imperiosa necesidad
que nos hace humanas y solas sin una interlocutora. Porque escribir es
un hecho de mujeres y hombres, mientras crear es acto divino, la creación
literaria nos hace personas, vulnerables, geniales, contradictorias.
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