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La siniestra atracción de la guerra
L

a idea de una nueva guerra europea, si no mundial, se perfila en Francia y, al parecer, se acepta no como algo irremediable, sino como una situación admisible. Al menos, esta aceptación puede ser considerada, según los sondeos actuales, como un futuro que no parece causar mayor temor a los jóvenes franceses, quienes serían los primeros llamados a formar parte del ejército. Según un sondeo del IRSEM (Instituto de Investigación Estratégica de la Escuela Militar), 57 por ciento de estos jóvenes experimentan un aumento de patriotismo ante la actual situación europea y están dispuestos a enrolarse en el ejército en caso de guerra.

Los impulsos bélicos de la juventud francesa acaso no tienen como causa única la tensa situación que vive Europa con la guerra en Ucrania. El hastío, un futuro incierto por el aumento del desempleo (Hitler encontró en el alistamiento militar de la juventud alemana la solución al desempleo), la creciente violencia cotidiana, el deseo de cambio y aventura, pueden ser otros tantos motivos de este paradójico belicismo. La paz, tan deseada por las generaciones que vivieron la Segunda Guerra Mundial o sufrieron sus lastres, parece perder terreno frente a los devaneos bélicos de la mitad de los jóvenes.

Hoy parece lejano el fin del servicio militar, en 1997, sobre todo cuando se constató que 63 por ciento de los jóvenes consideraban una cosa buena el retorno del servicio militar obligatorio.

Decididamente, los estragos de la guerra se desvanecen pronto. O quizá la memoria no puede retener el espanto demasiado tiempo, como si la barbaridad o la ignominia, semejante al dolor, no tuviera cabida en ella y fuese imposible vivir con su recuerdo viviente.

Cierto, la guerra ha inspirado magníficas novelas en distintas lenguas, épocas alejadas entre ellas, territorios que albergaron civilizaciones hoy desaparecidas. Ya en la Ilíada, Homero pedía a la diosa que cantara la funesta cólera de Aquiles con que inicia la narración de la guerra de Troya. En ese lejano entonces, los hombres buscaban en la contienda las proezas que los erigirían en héroes. Poco a poco, con el paso de los siglos y el perfeccionamiento técnico de las armas, el heroísmo ha ido desapareciendo de la guerra entre naciones –tan ajena a las luchas independentistas–. Quedan las huellas de grandeza que inspiraron La guerra y la paz, de Tolstoi, o, ¿por qué no?, Lo que el viento se llevó. Pero en casi todos los relatos de las guerras acaecidas durante el siglo pasado reinan más bien el horror y la muerte de las carnicerías del siglo pasado.

De la sórdida experiencia de la Primera Guerra Mundial surgen dos novelas, cúspides de la literatura francesa, que dan un giro de 180 grados a la visión bélica: Viaje al fondo de la noche, de Louis Ferdinand Céline, y La sangre negra, de Louis Guilloux.

Céline describe, mediante un lenguaje con tintes de argot, la violencia atroz de la guerra y aniquila la idea de heroísmo. Califica la guerra de matadero (rastro) internacional enloquecido y expone lo que es para él la única forma razonable de resistir a tal locura: la cobardía. Es hostil a cualquier forma de heroísmo, pues éste es inseparable pareja de la violencia de la guerra.

Por su parte, Louis Guilloux describe la guerra desde una pequeña ciudad de provincia en 1917 durante los motines de soldados y la consecuente deserción. Desertores condenados a muerte, de la cual no escapan ni quienes aceptan ir a la guerra ni quienes se niegan a ella. Los protagonistas se hallan encerrados en una ciudad laberinto que devora a sus hijos enviándolos a la guerra. El heroísmo es pisoteado por unos y otros: tanto por quienes envían al matadero como los que van y los que desertan. No hay heroísmo posible en la guerra actual.

La pregunta quema los labios: los jóvenes franceses que piensan alistarse en caso de conflicto, ¿sueñan con el heroísmo o simplemente buscan la violencia de la realidad que no encuentran en los juegos guerreros de sus computadoras?