n sólo cuatro días, personas físicas o morales desconocidas gastaron 20 millones de pesos en la red social X para lanzar una guerra sucia contra la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo y su antecesor Andrés Manuel López Obrador. Mediante 147 mil bots (cuentas automatizadas que emiten o renvían mensajes), los autores del ataque generaron un millón 366 menciones con la etiqueta #NarcoPresidentaClaudia a fin de establecer como tendencia (tema de conversación principal) el supuesto vínculo de la mandataria con el rancho Izaguirre de Teuchitlán, Jalisco, donde la semana pasada se hallaron indicios de que el crimen organizado asesinó y desapareció a centenares de víctimas de reclutamiento forzoso.
La magnitud de los recursos y la cantidad de las cuentas involucradas obligan a inquirir quién o quiénes se encuentran detrás de este nado sincronizado que obviamente no representa una tendencia espontánea, una corriente de opinión ni un sentir de sectores sociales legítimos, sino una inversión millonaria efectuada por uno o más sujetos adinerados con el obvio propósito de mellar la popularidad y el prestigio del gobierno. En la medida en que se realiza desde el anonimato, sin dar a conocer al público la identidad ni los potenciales conflictos de intereses de quienes crean la guerra sucia ni de quienes pagan por difundirla, está claro que se trata de una forma de golpismo cuyo objetivo no tiene nada qué ver con el esclarecimiento de lo ocurrido en Teuchitlán, sino con el intento de desestabilizar al gobierno y propiciar una involución hacia la barbarie neoliberal. Asimismo, es inevitable preguntar si el dinero movilizado con tanta facilidad proviene de actividades delictivas como la evasión fiscal a la que son adictos conocidos críticos del gobierno.
Sean cuales sean las respuestas a las interrogantes planteadas, resulta evidente que hasta ahora este golpismo furtivo es tan sórdido como ineficaz, pues la instalación, a punta de efectivo, de una tendencia en X no ha encontrado eco en el sentir social, que permanece abrumadoramente favorable a la Presidenta y al movimiento que ella representa. En este sentido, es sorprendente que se porfíe en usar las mismas tácticas y vender las mismas calumnias que se probaron ineficaces durante todo el sexenio pasado, lo que va de éste y en el periodo de campaña.
Es lamentable que se gaste una fortuna –bieno mal habida– de forma tan torcida como esté-ril, como también es deplorable la existencia de una red social que ha convertido las campañas de lodo en uno de sus productos estrella. Si ya tenía problemas serios de credibilidad y tratamiento de la desinformación cuando se llamaba Twitter, desde que fue adquirida y renombrada por Elon Musk, X ha eliminado sus endebles mecanismos de verificación de datos y moderación de contenidos hasta convertirse en un refugio para bulos, discursos de odio y linchamientos mediáticos. En su funcionamiento actual, dicha plataforma no tiene otro regulador que el dinero: quien gasta más en bots y trols (programas de inteligencia artificial que debaten y pelean con usuarios como si fueran humanos y personas dedicadas a publicar mensajes ofensivos con el fin de menoscabar otros puntos de vista) impone su voz a fuerza de menciones, likes y retuits.
Estas prácticas enrarecen el clima social y político en México, pero pueden cobrar un cariz peligroso en países donde el gobierno no goza de un apoyo popular tan robusto. Por ello, es necesario abordar su regulación, no con propósitos de censura, sino de transparencia: si alguien desea pagar por difundir su punto de vista, es justo que las audiencias conozcan quién es, cuáles son sus intereses y de dónde proviene el dinero que emplea en el intento de moldear la opinión pública. De este modo, se salvaguarda tanto la libertad de expresión como el derecho a distinguir entre información y propaganda.
Por último, y sin subestimar el riesgo de la desinformación para la vida ciudadana, el fracaso de la campaña negra contra la presidenta Sheinbaum revela que hay vida fuera de X, es decir, que ésta y otras redes sociales no son la sociedad ni una muestra representativa de ella, por lo que los discursos dominantes en las plataformas digitales no necesariamente reflejan el ánimo social.