Opinión
Ver día anteriorLunes 20 de enero de 2025Ediciones anteriores
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Burro en carretera
S

é que no tiene nada de original decirlo, le pasa a muchísima gente de diversa condición, a la mayoría por razones de trabajo. Pero admito haber pasado buena parte de mi vida adulta en carreteras y caminos, casi siempre manejando. Si fuera un as del volante, sería un as no conocido. La cosa es que me gustan las carreteras. Y las odio, claro, tan llenas de retrasos y problemas. En Estados Unidos, país que se inventó sobre ruedas y abunda en rutas, algunas poseen prestigio literario, cinematográfico o mítico, como la 1 de California, la Ruta 66 o la Carretera 61 de Bob Dylan. Muchas de ellas aprovecharon los caminos reales de los indígenas. Las novelas de Jack Kerouac, sobre todo En el camino, leída cuando mis viajes eran en tren, camión o burro, me convencieron de que, con dinero y sin dinero, rodar podía ser un destino interesante. La adolescencia es soñadora cuando no rebuzna.

Ya en posesión de carro, ajeno o propio, me tiré al asfalto, siempre con la mirada en la salida. Pocas cosas más difíciles que dejar la ciudad; es un viaje en sí, y pesado, alcanzar los bosques, huizachales y magueyales, las milpas y nopaleras que dan marco a los caminos del altiplano antes de arribar a selvas, costas, barrancas o desiertos. Y más ciudades. Confieso, no sin jactancia, haber manejado en un mismo vehículo a los 32 estados, sus respectivas capitales, chorromil pueblos, ciudades menores y parajes. No acostumbro ir de pasajero.

La mecánica no se me da. Manejo de oído. Al no ser especialista en nada, tampoco lo soy en eso. Pero habitualmente llego a mi destino si lo hay, o a cualquier otra parte. Puede ser de chiripa, de milagro o inevitablemente. Cuando en el sureste me convertí en reportero de tiempo completo comprobé que, tanto o más que periodista, era chofer.

En cierta ocasión, alguien que sabía de yoga, meditación trascendental y sicoanálisis me dijo que tantas horas solitarias al volante me hacían la chamba para una meditación silenciosa sin límite de tiempo, aún con las distracciones. El ingrediente de la música siempre fue consustancial al viaje. Cuánto disfruté acelerar y coger las curvas con Abraxas, de Santana, y Riders on the Storm, de los Doors. Gozo la incomparable compañía de la música medieval, renacentista, clásica, romántica, contemporánea, blues, rai, quali, ragas, norteñas, baladas, metal pesado, tecno, progresiva, hip hop, jazz y más jazz. O los impecables sonidos del silencio.

Horas, días, semanas sobre ruedas. Muchas veces conduje 800 o mil kilómetros de un tirón, 12 o 15 horas para llegar a Los Mochis, Monterrey o San Cristóbal de Las Casas. Día y medio a Cancún. No pocas veces realicé viajes absurdos, erráticos, inútiles, me extravié, tomé la ruta más larga o la más jodida. Hoy los navegadores satelitales cambian algo la experiencia, sobre todo si cuento con la gracia de un guía o una copilota.

En honor a la verdad, además de perder el rumbo o el tiempo a solas, también he pasado largas horas, muchas de ellas deliciosas, con personas de mi más alta consideración. Las carreteras son propicias para la conversación. Deja tú la música, la meditación, el encantamiento del paisaje. Rifan bien el cotorreo, las confesiones, los recuerdos en voz alta. Incluso los prolongados silencios en compañía. O los pasajeros dormidos, señal de que van a gusto y sin nervios.

Las prolongadas travesías nocturnas como el Vuelo de noche, de Saint-Exupéry, hipnóticas en esas autopistas con fantasmas luminosos señalando los carriles, un videojuego en vivo. Correr a lo que dé la máquina, tomar bien las curvas, rebasar a los odiosos tráileres de doble remolque (el enemigo mayor), salir airoso, o no, de percances y errores. Incurrir en la necedad caprichosa de aquel conductor en Vanishig Point, película de culto de Richard C. Sarafian (1971), basada en un relato de Guillermo Cabrera Infante y con una pionera pista sonora de blues y soul, donde un tal Kowalski corre entre Denver y San Francisco un Dodge Challenger hasta sus últimas consecuencias.

Buenas o malas, no son pocas las ideas ociosas que se me ocurren al volante. Lo malo es que las olvido si no tomo nota, cuando escribir y manejar son incompatibles. Repaso mi vida personal como una película de terror donde me caliento la cabeza y soy la víctima, o con mayor frecuencia el victimario o el pendejo. Las horas en carretera son buen recipiente para cachar los veintes que me caen. Como la skater de Dire Straits, hago mis películas en locación.

Todo lo anterior sin ser injusto con las epifanías, los recuerdos deliciosos, los planes locos, las fantasías desbordadas, las alucinaciones lúcidas, la paz que fluye sobre los hermosos caminos planos del Chilam Balam. Encuentros con aves, reptiles, mamíferos salvajes o de granja. Suelen ser simpáticos, aunque una noche, en un vochito ajeno, choqué contra un asno inamovible. Él se repuso y reanudó la marcha que había interrumpido segundos antes. La cajuela curva del vochito reprodujo en bajorrelieve la figura del burro y me lo llevé como condecoración de estúpido.