on motivo del 490 aniversario de la fundación de Lima, su alcalde ultraderechista, Rafael López Aliaga, ordenó reinstalar la estatua ecuestre del conquistador Francisco Pizarro como una forma de reivindicar el pasado prehispánico y español
de la capital peruana. En 2003, el monumento fue removido de la Plaza de Armas y trasladado al poco concurrido Parque de la Muralla ante las protestas por la glorificación del genocida, pero López Aliaga no sólo decidió devolverla al corazón del país, sino que invitó a la ceremonia a Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la comunidad de Madrid y una de las más notorias apologistas del exterminio de los indígenas americanos a manos de las huestes hispanas.
Ayuso no desperdició la oportunidad para repetir los tópicos conservadores en torno a las relaciones entre Latinoamérica y la antigua metrópoli: en su discurso, destacó que la reubicación de la estatua simboliza mucho más que la ampliación del paisaje urbano de la ciudad; ese es un paso más del respeto hacia nuestra historia compartida
. Días antes, se había dicho sorprendida porque en Perú las víctimas de la desigualdad estructural creada por el colonialismo estén sumidas en la pobreza y, sin embargo, sean alegres
, en una muestra de la insensibilidad y la ignorancia que caracteriza a las derechas actuales en la península ibérica y en todas las latitudes.
A los López Aliaga, Ayuso y a todos los romantizadores de la Conquista, debe recordárseles que Pizarro no tiene otro mérito que el de haber sido el más exitoso secuestrador de la historia: su conquista del Imperio inca no fue producto del talento militar, sino del rapto del gobernante Atahualpa, por quien pidió un rescate estimado en 13 mil kilogramos de oro y una cantidad no menor de plata. Como el sanguinario mercenario que fue, asesinó a su rehén tras cobrar el botín. Tampoco se le puede adjudicar la creación del Virreinato peruano, pues murió sólo seis años después de la fundación de Lima en un alzamiento producto de la desmesurada violencia y codicia con que ejerció el poder.
Ante el revisionismo racista, es necesario insistir en que no hay historia compartida, porque los españoles no llegaron a establecer un diálogo de saberes, sino a destruir centenares de culturas para imponer la suya. No hay historia compartida, porque Pizarro no preservó el patrimonio cultural de los 12 millones de pobladores del Tahuantinsuyo: lo envió a España, donde las más impresionantes obras de arte creadas con el trabajo del oro fueron fundidas en lingotes para financiar la frivolidad de los cortesanos y las guerras de los Habsburgo, en las que murieron cientos de miles de europeos, en su inmensa mayoría, campesinos pobres usados como carne de cañón por los monarcas. No hay historia compartida, porque los conquistadores y sus descendientes crearon un sistema de castas que mantuvo a blancos, indígenas, africanos y personas de otros orígenes viviendo en mundos separados, conectados entre sí no por lazos de fraternidad, sino por el látigo, los grilletes y una religión deformada para justificar los privilegios de unos y la explotación de otros. No hay historia compartida, porque las magníficas catedrales, los deslumbrantes palacios, las centenarias universidades, los caminos, los conventos y otras edificaciones e instituciones que los hispanófilos presentan como prueba de la civilización que trajeron
a este lado del Atlántico fueron construidas con la mano de obra esclava de indígenas y negros, quienes la mayoría de las veces tenían vedado el ingreso a las obras que levantaron en las que dejaron sus manos y sus vidas.
El agravio a los indígenas peruanos, que además tiene lugar cuando su país se encuentra sometido por un gobierno de facto que se ha afianzado sobre los cadáveres de decenas de manifestantes, es un recordatorio de que el colonialismo no terminó con los procesos de independencia y de que los pueblos originarios llevan ya medio milenio de resistencia contra los intentos de desaparecer sus culturas.