l panorama político venezolano nunca había estado bajo un escrutinio tan persecutorio de las potencias occidentales como desde que Hugo Chávez llegó democráticamente al poder en 1998. Su apuesta por una agenda económica nacionalista y una orientación política latinoamericanista encendieron las alarmas en Washington. El giro geopolítico introducido por Chávez, y consolidado por Nicolás Maduro, en favor de las potencias del Sur ha convertido a Venezuela en un termómetro regional y una atracción política global, donde hoy pugnan potencias occidentales y emergentes.
Si hay algo que ilustra a la perfección el alcance de esta disputa geopolítica es la desequilibrada y desproporcionada cobertura mediática occidental sobre ese país. Su presencia ininterrumpida en el ecosistema mediático estadunidense y europeo durante los últimos 25 años no obedece a un desarrollo improvisado. El apoyo sistemático de las élites políticas, mediáticas y corporativas occidentales a la causa opositora, con independencia del liderazgo temporal y circunstancial de ésta, así lo prueba; un apoyo que ni siquiera las credenciales golpistas del espectro político opositor venezolano lograron condicionar.
Todo lo contrario. La muerte de Chávez en 2013, el colapso de los precios del petróleo en 2014 y la victoria opositora en las legislativas de 2015 animaron a la oposición y sus valedores internacionales a adoptar un enfoque maximalista de todo o nada
. Desde ese año, el carácter subrepticio del apoyo occidental, cuya prioridad era desgastar al chavismo, cambió de manera radical. En lo sucesivo, Estados Unidos buscará de manera manifiesta un cambio de régimen. Para esta meta ensayaron, sin éxito, diferentes estrategias, entre estas, la electoral, la insurreccional e incluso la paramilitar.
A la par del acoso político, los países occidentales avanzaron en su agenda de someter al gobierno de Maduro mediante la asfixia económica. De manera coordinada, impusieron medidas coercitivas unilaterales destinadas a paralizar todos los sectores críticos del país. Mientras Estados Unidos se centró en el ámbito petrolero, Reino Unido y la Unión Europea hicieron lo propio con las reservas de oro y los activos financieros de la República Bolivariana de Venezuela en el exterior, receta de laboratorio para desquiciar a la sociedad y provocar el quiebre del gobierno de un Estado soberano e independiente.
Dos hechos pesaron sobre el convulso escenario de ese país. El fin de ciclo político de los gobiernos de izquierdas latinoamericanos a mediados de la pasada década y la llegada al poder de Donald Trump en 2016. A ojos de los países occidentales –y de los nuevos liderazgos conservadores latinoamericanos– esas variables hacían verosímil la posibilidad de zafarse del chavismo. El jingoísmo estadunidense no tuvo mucho trabajo para convencer a europeos y latinoamericanos en su propósito de provocar el colapso del gobierno de Maduro. El reconocimiento de Juan Guaidó como presidente encargado, en 2019, no fue sino una consecuencia lógica de todo eso.
Hoy ha quedado demostrado que fue un fracaso individual de las potencias anglosajonas, pero también colectivo de la Unión Europea y el Grupo de Lima. El asunto fue más penoso para europeos y latinoamericanos. Las circunstancias retrataron a la perfección el nihilismo moral e ideológico de éstos, deseosos de participar o acompañar –desconozco qué es peor– en el despojo de Petróleos de Venezuela.
La irracional aversión política al chavismo siquiera les permitió reparar en la elemental incompatibilidad entre la defensa de la democracia y los derechos humanos y la rapiña de los recursos legítimos de un Estado. Tampoco les quitó el sueño la vulneración sistemática de los derechos humanos básicos del pueblo venezolano provocada por las medidas coercitivas unilaterales de Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea. Y si los países occidentales son responsables directos del desastre humanitario venezolano, los latinoamericanos son corresponsables –otra vez, desconozco qué es peor–.
Visto todo con perspectiva, la estrategia maximalista de Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea contra el gobierno de Maduro logró concentrar sus esfuerzos y apostar por los grupos opositores minoritarios, pero mucho más violentos. Sin embargo, a pesar de este plan de concentración del apoyo político, el único resultado ha sido desplazar a los partidos tradicionales y alentar la deriva filofascista de los partidos minoritarios y de sus respectivos liderazgos políticos. Éste es el escenario ideológico por el que apuesta María Corina Machado.
El enfoque maximalista del todo o nada
no le ha reportado nada a la oposición. Quizá sea tiempo para que esa oposición que se la pasa refugiándose en misiones diplomáticas empiece a ensayar fórmulas políticas distintas. Venezuela merece una oposición mejor. Tras 25 años de fracasos, la oposición violenta y sus valedores internacionales deberían haber aprendido algo de la realidad política. No hay trochas para llegar al Palacio de Miraflores. Seguir alimentando la ilusión de esa posibilidad no beneficia a nadie.
* Periodista y analista de asuntos internacionales