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Carter: valorar el legado
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ames Carter, quien murió ayer a los 100 años, era considerado el presidente más progresista en la historia de Estados Unidos. Durante su mandato (1977-1981), se involucró de manera personal para lograr la paz entre Egipto e Israel, devolvió la soberanía del Canal de Panamá a ese país centroamericano y acabó con ocho décadas de ocupación estadunidense, recortó el apoyo militar a las dictaduras latinoamericanas y criticó el golpismo de sus antecesores, hizo esfuerzos para normalizar la relación con Cuba y fue uno de los primeros políticos en reconocer el cambio climático causado por la acción humana como uno de los grandes retos para el futuro.

Ante la crisis del precio del petróleo, ofreció a sus compatriotas una salida responsable, sensata e incluso premonitoria: les advirtió acerca del calentamiento global y urgió a cambiar los patrones de consumo, comenzando por hacer de lado los automóviles innecesariamente grandes y dilapidadores de gasolina. Ante los múltiples desafíos externos, apostó por el diálogo, la construcción de la paz y el respeto a la legalidad internacional. Pero sus conciudadanos vieron la sensatez como una señal de debilidad y se echaron en brazos de un bravucón, Ronald Reagan (1981-1989), quien gozó de gran popularidad por decirles a los estadunidenses que pasaría por encima de todo y de todos con tal de mantener el american way of life.

En su propio país y en el mundo suele ser más reconocido por sus actividades posteriores, en las que contribuyó a combatir con éxito enfermedades en las naciones pobres, medió en la resolución de conflictos, lideró misiones de observación electoral en las que tuvo la valentía de contradecir a Washington cuando éste descalificaba comicios sin fundamento, y promovió los derechos humanos de manera auténtica, no sólo cuando convenía a los intereses corporativos. Todo ello le valió el Premio Nobel en 2002, lo que lo convierte en uno de los únicos jefes o ex jefes de Estado que lo han recibido con merecimientos reales.

Para valorar el legado de Carter en su justa dimensión basta con ver dónde se encuentra Estados Unidos hoy y cómo se han conducido sus sucesores. Aunque su política pacifista es señalada como uno de los principales factores que lo llevaron a perder la relección, en 2015 reafirmó que su mayor orgullo fue no haber llevado al país a una guerra: mantuvimos nuestro país en paz. Nunca fuimos a la guerra. Nunca lanzamos una bomba. Nunca disparamos una bala.

En contraste, Reagan restauró el ego de la superpotencia, herido por la derrota en Vietnam, invadiendo y arrasando naciones inermes como Granada, financiando –incluso con dinero proveniente del narcotráfico– a los más brutales regímenes latinoamericanos, acelerando hasta grados demenciales la carrera armamentística y, en general, imponiendo a sangre y fuego los intereses de las grandes corporaciones. Con pocas y parciales excepciones, los siguientes seis mandatarios han mantenido el guion guerrerista e intervencionista sin importar su adscripción demócrata o republicana.

La presidencia de Jimmy Carter fue también un parteaguas en lo económico y lo social al tratarse del último gobierno no neoliberal, en el que se mantuvo la visión solidaria forjada por el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Además de sus fuertes convicciones contra el racismo y la segregación, Carter fue sensible a las inequidades y la desigualdad como origen de otras lacras sociales, una postura que se acabó de tajo con la llegada de la reaganomics: el capitalismo en su versión más salvaje, con generosos recortes de impuestos a los ricos financiados mediante recortes profundos a las ayudas sociales y el desmantelamiento sistemático del limitado Estado de bienestar antes existente en Estados Unidos.

Basada en la desregulación, la reducción de las tasas fiscales, el recorte del gasto gubernamental en todo lo que no sea militarismo o represión, y una política monetaria que pone el control inflacionario sobre cualquier prioridad, la versión estadunidense del neoliberalismo ha elevado la desigualdad a niveles sin precedente al mismo tiempo que ha hecho caer la esperanza de vida, la calidad de la educación, el acceso a la salud, y abonado el terreno para crisis como la de las muertes por sobredosis de opioides, resultado de desregular a farmacéuticas inescrupulosas.

Pese a ser un hombre de profundas convicciones religiosas, Jimmy Carter tenía intereses intelectuales serios y sostuvo correspondencia con científicos de primera línea, lo cual contrasta con el tradicional antintelectualismo estadunidense y con el analfabetismo funcional de sucesores suyos. Volver la mirada al legado de Carter parece una tarea urgente para esa sociedad carcomida por el odio racial, la irreflexión y la incapacidad de tomar vías sensatas al encarar sus problemas.