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Borges, el purificador del lenguaje
E

l sábado 11 de mayo de 1946 dejó su departamento de Ayacucho 890, en la ciudad de Buenos Aires, para tomar el tren a La Plata. Tres veces a la semana hacia ese recorrido de una hora de ida y otra de regreso para dar clases en el colegio donde trabajaba. En el trayecto se le podía ver leyendo algún libro, tomar algunas notas o corregir las tareas de los alumnos que llevaba en un abultado portafolio. Pero ese sábado murió en el tren. Según Max, su hermano, Pedro llegó al andén cuando la máquina arrancaba. Un compañero profesor le hizo señas de un asiento vacío. Al llegar se desplomó, resopló ronco, silbante; eran los estertores de la muerte. Otro profesor de medicina dio por terminado su ciclo vital.

Como no era argentino, 35 años después, en 1981, trasladaron los restos de Pedro Henríquez Ureña de Buenos Aires a Santo Domingo. Borges, escribió José Emilio Pacheco, trató de decir unas palabras que se vieron interrumpidas por el llanto.

Borges, como Ernesto Sábato y profesores como Rafael Alberto Arrieta, conoció la mezquindad de la academia argentina porque nunca le dieron la titularidad en ninguna universidad, aunque para muchos era un sabio, el mayor humanista de América Latina,

En una entrevista de Osvaldo Ferrari, Borges lo puntualizó con claridad: no le perdonamos ser dominicano, ser quizá mulato; ser ciertamente judío.

Empieza a circular Jorge Luis Borges un libro espléndido por su concisión, por su riqueza documental, por su generosidad.

Su autor, José Emilio Pacheco, ha sido sin duda uno de los mejores lectores del poeta argentino. Uno y otro sabían que en literatura nada viene de nada. Todo es tradición. Todo se enlaza aún desde la ruptura; siempre se rompe con algo; sólo se rompe con lo que se conoce. Lo demás es hojarasca lírica, cohetones de artificio que luego de la humareda dejan el cielo intacto.

En este libro, publicado por Tusquets, Pacheco da cuenta de la tradición y la ruptura. Recuerda que Pedro Henríquez Ureña vio en las primeras Inquisiciones del joven Jorge Luis Borges algo que las distinguía entre millares de títulos que se imprimen y olvidan año tras año: Tiene Borges la inquietud de los problemas de estilo; el suyo propio lo revela: a cada línea se ve la inquisición, la busca, o la invención de la palabra o el giro mejores, o siquiera de los menos gastados. No siempre acierta. Estilo perfecto es el que, con plenitud expresiva, oculta las inquisiciones previas; es de esperar que Borges aprenda a quitar sus andamios y alcance el equilibrio y la soltura. Qué visión la de Henríquez Ureña: Borges, en efecto, quitó sus andamios.

Pacheco recuerda la reflexión que hiciera Henríquez Ureña, el maestro de su propia generación, en 1909, a los 25 años, cuando escribió que nuestra literatura no es sino una derivación de la española: sólo cuando logremos dominar la técnica europea podremos explicar con éxito nuestros asuntos. Y eso fue precisamente lo que hizo Borges.

Según el autor de Tarde o temprano, a Borges podríamos aplicarle cada una de las palabras que dedicara TS Eliot a Mark Twain: es uno de esos contados escritores, escasos en cualquier literatura, que descubrieron una nueva manera de escribir válida para ellos mismos y los demás. Pusieron al día su lenguaje, y al hacerlo purificaron el lenguaje común.

Henríquez Ureña fue ese gozne en el que coincidieron Alfonso Reyes, Borges, El Ateneo de la Juventud, Vasconcelos, que después se convirtió en su detractor. Sin él no podríamos haber entendido ese milagro de nuestro idioma que es y sigue siendo Jorge Luis Borges.

Imposible no compartir el juicio de José Emilio cuando nos dice que en sus últimos libros el autor de El aleph renovó las formas clásicas, labor que se antojaba imposible: haikus, tankas, epigramas que no habían aparecido en su obra, y una musicalidad en la que el verso español suena como nunca había sonado.