as trabajadoras de limpieza en los espacios públicos de la Ciudad de México carecen, por lo general, de contratos laborales, también de prestaciones sociales, y de toda garantía real de poder conservar su fuente de trabajo. Suelen obtener su empleo a través de la práctica prohibida, pero en los hechos todavía vigente, de la subcontratación laboral (el llamado outsourcing) que practican empresas de naturaleza a veces fantasmal que periódicamente cambian de razón social con el propósito, apenas simulado, de no generar antigüedad y facilitar así la negación de derechos laborales a sus empleadas. Para estas últimas, el único contrato virtual existente es aquél que, de modo tácito, las condena a la invisibilidad social. Ellas garantizan cada día –en las calles, en el Metro, en la Cineteca Nacional, en el aeropuerto– el aseo y cuidado de aquellos espacios que utilizan o por los que transitan miles de personas que pasan al lado suyo ignorando su presencia, volviéndolas objeto de reclamos a menudo injustificados, a los cuales se añaden los acosos laborales o una violencia de género, por parte de cabos o supervisores, que suele quedar impune por el temor de las agraviadas a denunciar y ser despedidas.
Esa situación de vulnerabilidad extrema es el asunto que señala la realizadora Luciana Kaplan en Tratado de invisibilidad (2024), su documental más reciente. A lo largo de tres años que inician en 2020, momento álgido de la pandemia por covid, y luego de reunir y editar el material de medio centenar de trabajadoras entrevistadas, la documentalista elige con prudencia eficaz un puñado de testimonios de mujeres jóvenes y ancianas que describen sus faenas cotidianas y las duras condiciones laborales que soportan con resignación o de manera estoica, cuando no con desparpajo y un buen humor sorprendente. Tal es el caso de una jovial septuagenaria, limpiadora de baños y pasillos en el aeropuerto, donde no sólo hizo de su supervisor su pareja sentimental, sino también consiguió sobrevivir con una magra remuneración de mil 750 pesos por quincena, soportando multas de 500 pesos por cada ausencia injustificada. Esas desventuras dejan, sin embargo, imperturbable a quien con algo de sorna se autocalifica como una ingeniera trapeóloga
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La inventiva y la improvisación jamás están ausentes: algunas trabajadoras aumentan un poco sus ingresos diversificando sus faenas, recolectando basura, limpiando calles, recogiendo y revendiendo botellas de plástico, chatarra, fierros viejos, y transformando de paso sus modestas viviendas en atiborradas bodegas de desperdicios reciclables. Otras aspiran a regularizar su situación laboral volviéndose asalariadas, empleadas de base, mediante palancas o con sobornos a sus superiores. La conclusión de tantos esfuerzos suele ser amarga: Recogemos basura y para la empresa somos sólo eso, basura
. Y añaden: Te pisotean porque te ven insignificante. Eres parte del Metro que limpias, y así como rayan los asientos, así te tratan.
Algunas más se organizan, protestan en las calles, cortan vialidades, y al ser identificadas por la cámara acaban siendo despedidas. Empresas fugaces, como alguna denominada Servicios Urbanos, reclutan voluntarias, aseguran sus servicios, y facilitan luego su subcontratación a diversas instancias gubernamentales. El círculo de explotación se cierra así penosamente, sin visos de que una reforma laboral en beneficio de las trabajadoras de limpieza consiga terminar de modo eficaz y duradero con la práctica ilegal del outsourcing.
Luciana Kaplan, realizadora también de La revolución de los alcatraces (2012), recupera en Tratado de invisibilidad las voces de esas afanadoras reducidas al anonimato y al silencio, protegiendo a la vez sus identidades verdaderas con la participación de actrices en su lugar. El señalamiento social es incisivo, la factura es sobria, y muy bienvenida también la combinación de indignación e ironía desencantada en un documental que a la fecha resulta tan necesario como ineludible.
Se exhibe en la sala 10 de la Cineteca Nacional Xoco a las 13 horas.