a vertiginosa caída del régimen dinástico que encabezaba Bashar al Assad en Siria es el más reciente episodio de un largo proceso de desestabilización de países árabes que empezó desde las guerras encabezadas por Estados Unidos contra Irak, siguió con las llamadas primaveras árabes
, en las que las invasiones directas fueron remplazadas por el activo apoyo occidental a oposiciones laicas o a facciones radicales del integrismo islámico y que acabó con los alineamientos establecidos tras las independencias de tales naciones después de la Segunda Guerra Mundial.
La receta fue tomada de la intervención estadunidense en Afganistán en los años 80 del siglo pasado, donde su respaldo al fundamentalismo incubó el surgimiento del grupo Al Qaeda, el cual fraguó posteriormente los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington. En forma semejante, el gobierno israelí hizo inviable a la Autoridad Nacional Palestina, con sede en Ramallah, lo que permitió el empoderamiento de Hamas.
Tras la violenta destrucción del régimen de Saddam Hussein por parte de Washington, se creó un vacío de poder que fue aprovechado por una diversidad de facciones y que afectó en mayor o menor medida a Túnez, Argelia, Egipto y Libia.
Desde hace una década, los gobiernos occidentales buscaron el derrocamiento de Al Assad y para ello no dudaron en apoyar con armas y dinero a grupos a los que oficialmente catalogaban –o siguen catalogando– de terroristas. Siria se convirtió así en un sangriento tablero de ajedrez en el que Estados Unidos y sus aliados, Turquía, Rusia e Irán, se disputaron zonas de influencia.
Aunque hacia 2022 la situación parecía haberse estabilizado con la recuperación gubernamental de la mayor parte del territorio sirio, la guerra en Ucrania y el genocidio en curso de la población palestina de Gaza por parte de Israel alteraron el panorama internacional lo suficiente como para que la coalición de grupos integristas Hayat Tahrir al-Sham (HTS), encabezada por Abu Mohammed al Golani, antiguo militante de Al Qaeda y del Estado Islámico, emprendiera una ofensiva relámpago, situación que fue aprovechada por el resto de facciones que luchaban contra el gobierno de Damasco, el cual colapsó rápidamente.
Tel Aviv, por su parte, capitalizó la coyuntura para hacerse con 235 kilómetros cuadrados de territorios adicionales a los que le robó a Siria en 1967, en tanto que la fuerza aérea estadunidense inició una campaña de bombardeos contra posiciones remanentes del Estado Islámico. Es imposible obviar, en este escenario, la participación subrepticia de Occidente.
La caída del régimen de Al Assad deja un país atomizado y fragmentado en el que parece dudoso que el por ahora triunfante HTS logre acuerdos entre los turcomanos apoyados por Ankara, las facciones kurdas opuestas a Turquía, las milicias chiítas que aún actúan en el territorio sirio, los Hermanos Musulmanes y muchas otras facciones armadas. El riesgo de balcanización es insoslayable, como lo es el de un nuevo foco de inestabilidad regional.
Se produce, así, un escenario que, lejos de resolver la conflictiva circunstancia siria, la complica más, aporta un elemento adicional de desorden en el de por sí convulso escenario regional y abre un nuevo territorio, sumado al conflicto ruso-ucranio, el mar de China y la Gaza martirizada, en el que podría romperse la muy precaria paz en el mundo.