Editorial
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Hacia un Poder Judicial justo
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yer fracasó el intento de una mayoría de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de crear una ruptura constitucional invalidando partes de la reforma al Poder Judicial promulgada el pasado 15 de septiembre. Al no reunir los votos de ocho de los 11 integrantes del máximo tribunal, se desechó el proyecto de Juan Luis González Alcántara Carrancá para admitir las controversias constitucionales impulsadas por el PRI, el PAN, MC, la minoría opositora del Congreso de Zacatecas y un partido local de Coahuila, por lo que llegó a su punto final la aventura golpista emprendida por el propio González, la ministra presidenta, Norma Lucía Piña Hernández, Javier Laynez Potisek, Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, Margarita Ríos Farjat, Jorge Mario Pardo Rebolledo, Luis María Aguilar Morales y, hasta el último momento, Alberto Pérez Dayán.

La decisión de Pérez Dayán de respetar la ley –sin por ello abandonar su rechazo a la reforma ni ocultar su deseo de que otras instancias anulen la voluntad popular– dejó desencajada a Piña Hernández y la llevó a cometer una postrera tentativa de violación de las reglas: al darse cuenta de que el bloque conservador había perdido la mayoría calificada de ocho ministros, propuso bajar el umbral a sólo seis, pese a que hace apenas un mes el pleno del máximo tribunal había confirmado la primera cifra.

Aunque con este desenlace concluye uno de los procesos más vergonzosos e inquietantes en la historia política y jurídica de México, es imprescindible conservar en la memoria los atropellos y despropósitos perpetrados por los ministros referidos, así como por miles de jueces y magistrados, a fin de que la ciudadanía sea consciente de hasta qué punto era impostergable la reforma a la Judicatura promovida por el ex presidente Andrés Manuel López Obrador. En defensa de su ideología, de sus adscripciones políticas y de sus intereses personales, buena parte del Poder Judicial se embarcó en una ruta de despropósitos que le hizo perder en el transcurso de unas semanas su ya lastimada legitimidad. Aunque la Ley de Amparo especifica que este mecanismo no puede usarse para suspender reformas constitucionales, los togados los otorgaron a un ritmo frenético. Y aunque nunca se habían aceptado a trámite controversias constitucionales presentadas por partidos políticos, esta vez se hicieron verdaderas maromas jurídicas para admitirlas. Todos los ministros sabían perfectamente que no pueden revisar la constitucionalidad de la Constitución, pero siete de ellos estuvieron dispuestos a hacerlo. La ministra presidenta fue más allá al amedrentar a los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación para que mantuvieran al frente de dicho órgano a un personaje de largo pasado panista.

En suma, la sesión pública celebrada ayer por la Suprema Corte nunca debió haber tenido lugar y, afortunadamente para México, su único efecto fue consagrar el hundimiento moral de González, Piña, Laynez, Gutiérrez, Farjat, Pardo y Aguilar. De manera paradójica, la ministra presidenta abrió la discusión afirmando cualquiera que sea la decisión a la que arribemos, será retomada por los libros de historia de nuestro país, en lo cual no se equivocó: ella y seis de sus colegas ya están inscritos en el registro de los prevaricadores, traficantes de influencias y defraudadores de la democracia. En contraste, se reconocerá el apego irrestricto a la Constitución de las ministras Lenia Batres Guadarrama, Loretta Ortiz Ahlf y Yasmín Esquivel Mossa, así como la rectificación –aunque fuera tardía y a regañadientes– de Pérez Dayán.

El orden constitucional, la división de poderes y la voluntad popular han triunfado. La sociedad mexicana puede congratularse por ello, pero debe permanecer atenta e informada para asumir la gran responsabilidad que tendrá en sus manos al elegir a los juzgadores el año entrante. El país tiene ante sí una oportunidad inapreciable para lograr un Poder Judicial verdaderamente justo.

Trump, de nuevo

De acuerdo con las últimas proyecciones conocidas al cierre de esta edición, el candidato republicano, Donald Trump, se enfilaba claramente al triunfo en la elección presidencial celebrada ayer en Estados Unidos, en tanto que su partido llevaba ventaja en el número de senadores, representantes y gobernadores a elegir. El vuelco del electorado hacia la derecha implicaría incluso que, en la muy imperfecta democracia estadunidense –en la que la ciudadanía vota por electores que a su vez elegirán al titular del Ejecutivo–, el magnate derrotaría a su rival demócrata, Kamala Harris, incluso en el terreno del llamado voto popular, lo que representaría un hito, dado que tanto Trump como el republicano que lo antecedió en la presidencia, George W. Bush, llegaron a ella a pesar de haber obtenido menos votos ciudadanos que sus adversarios.

De confirmarse, este resultado deberá ser interpretado, en primer lugar, como un voto de castigo a la administración de Joe Biden –en el que Harris ha fungido de vicepresidenta– por defraudar las expectativas que la sociedad progresista del país vecino depositó en ella. Debe recordarse que en el país más rico del mundo, la pobreza alcanza niveles escandalosos; que la globalidad neoliberal ha devastado las regiones industriales –como las de Wisconsin y Michigan, que en la elección anterior se inclinaron por Biden y esta vez se volcaron hacia el aspirante republicano–; que las desigualdades se han incrementado en forma sostenida en las décadas recientes, tanto con gobiernos republicanos como demócratas, y que la mayor parte de la riqueza generada en el país se ha quedado concentrada en un puñado de corporaciones.

Ante este saldo de desastre, el discurso trumpiano ha prometido el regreso a un pasado mítico, nebuloso y, en buena medida, inexistente, de prosperidad, lo que le permitió ganar para su causa a importantes núcleos obreros y agrarios, e incluso a grandes filones de las comunidades negra y latina, que hasta hace ocho años votaban de manera abrumadora a favor de los demócratas. A lo que puede verse, la fabricación de enemigos y de amenazas por parte de Trump –la maniobra discursiva de depositar en chinos, mexicanos o europeos la responsabilidad de los problemas generados por la propia configuración de la sociedad, la institucionalidad y el poder político estadunidense– surtió efecto.

En contraste, Kamala Harris cometió un error elemental: en un entorno polarizado apostó por ubicarse en la moderación de un centro político prácticamente extinto. En lugar de comprometerse con las mujeres, las minorías étnicas, las comunidades migrantes y los sectores depauperados del país, pretendió erigirse en defensora de una democracia desacreditada, meramente formal y desprovista de contenidos sociales.

Para la sociedad estadunidense la inminente victoria de Trump es una tragedia, porque son nulas las posibilidades de que un segundo gobierno suyo aporte mejoría a las mayorías y a los marginados a los que engatusó con su retórica beligerante y bravucona. Estará por verse en qué medida logra concretar sus estridentes amenazas hacia el resto del mundo, México incluido. Aunque, a juzgar por antecedentes –es decir, por su primera presidencia–, tal eventualidad es más bien remota. Porque, con todo y su verborrea de campaña, hostil y ominosa, el republicano restó a la política exterior de la Casa Blanca mucho del belicismo que le imprimió su antecesor demócrata.