Opinión
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Ciudad perdida

La Corte y su democracia a modo

A

los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y no a todos, por supuesto, más que acusarlos de convertirse, como ya hemos dicho aquí, en la red de protección del neoliberalismo, tendríamos que condenarlos por no saber leer o de no entender lo escrito.

En cualquier caso el asunto es grave porque la ignorancia de su quehacer ha provocado una confusión digna del teatro de lo absurdo, donde lo irracional y lo ilógico son la respuesta a las preocupaciones de la gente.

Fue el dictado de los más el que se escribió en la Constitución Política de México y en esto no consideramos ideologías sino la votación registrada por las autoridades electorales, en cualquiera de las épocas políticas del país.

Y eso, lo que la Constitución decía y había sido aceptado por los tres poderes, era lo que tenían que hacer cumplir los miembros de nuestra tremenda corte, pero no, ellos que no entienden lo que la Carta Magna dice, optaron por interpretarla, aunque su interpretación sea contraria a lo escrito.

Y ahora que el ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá no entendió lo que escribió el constituyente y que impide a los partidos políticos interponer controversias a las reformas constitucionales, el togado abre las puertas a los partidos políticos no para salvar la ley ni la democracia, sino para dejar sin mella sus beneficios salariales que no son ni pocos ni flacos.

Pero no es todo, con un cinismo encendido, Ernesto Zedillo, el peor de los priístas (vendió a su partido a la derecha panista), defiende lo que en su momento pocos, casi nadie, criticó la destrucción de la estructura de la Suprema Corte el primer día de 1995.

El argumento de Zedillo para destruir la instancia fue precisamente la exigencia ciudadana –que nadie midió– para mejorar la impartición de justicia en el país, pero Zedillo lo que pretendía era no tener una Corte con ministros que algo le debieran a Carlos Salinas.

Y peor, la intención era tener una comparsa que le siguiera, sin reclamos, en las atrocidades cometidas. Vale recordar, además del Fobaproa, de los trenes y de otras por el estilo, una que marcó para siempre el futuro de los trabajadores del país, a quienes despreciaba profundamente.

Por eso se hizo, sin mayores protestas de la prensa, por ejemplo, la reforma a las pensiones de 1997, en la que los trabajadores jubilados perdieron –por ese profundo desprecio hacia ellos– 50 por ciento, la mitad de lo que deberían recibir por su jubilación. Millones de trabajadores fueron sometidos a esa ley que los condenaba, y millones más, durante ese gobierno, fueron enviando a la pobreza.

Y sin embargo todo eso podría no ser lo peor que suscitó esa reforma de la que pocos o casi ningún medio hizo escándalo. Nos referimos a eso que se calificó en aquel diciembre-enero de 1994-95 como golpe de Estado.

Con el librito de lo neoliberal en la mano, Zedillo –el peor– rompió el equilibrio de poderes en el país dadas las condiciones excepcionales que otorgó a los ministros, entre otras cosas el poder elegir a su presidente sin la intervención de nadie más que de sus integrantes. Bonita democracia, ¿no?

De pasadita

¿Y qué pasó con aquello de que se van a pavimentar las calles de la ciudad?

Hasta hoy la evolución de los baches va viento en popa. De pronto llegan tres cuatro máquinas que supuestamente sirven para poner el pavimento en las calles, pero no es así. Las máquinas se quedan estacionadas días y días estorbando en alguna calle sin hacer ningún movimiento, mientras los baches evolucionan en cunetas. La situación en esas vías de la ciudad es cada vez más grave y no pasa nada… nada.