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El Colegio Francés
M

i madre siempre pensó que, si pude ingresar al Colegio Francés, fue gracias a mi buena estrella. En efecto, en 1953 o 1954, parecía imposible verse inscrita en la escuela para niñas con mejor reputación en la vida social de entonces en la Ciudad de México, para no decir sin temor a exagerar, con la más alta fama de la educación femenina en el México de esa época.

Era imposible lograr inscribirse como alumna en una escuela tan exigente como elitista si, de alguna manera, no se pertenecía a la clase social para la que estaba destinada su instrucción. Es decir, no podía alcanzarse el mérito de ser una escolar del Colegio Francés sin ser la hija, la sobrina o la nieta de alguna ex alumna. O, al menos y en última instancia, la parienta más o menos lejana de la profesora de una escuela cuyos contados lugares eran codiciados por las mejores familias mexicanas. Y esto de las mejores familias mexicanas daba más que demasiado a reflexionar.

Los atributos eran tan extraños como los de personajes, en este caso femeninos, de novela. En el fondo, cada familia, para no decir cada tribu, podía tratar de imponer sus reglas, los méritos buscados, las virtudes y cualidades que adornaban, como el merengue a un pastel, las tan alabadas y excepcionales yeguas finas.

Esto de yeguas finas viene, curiosamente, a semejanza de otras curiosidades del selecto colegio, de un mal-entendido o, como acaso se diría en lengua francesa, de un malentendu, un mal-oído o mal-entendido.

Al parecer, uno de esos personajes de teatro que son los cómicos de la legua, al escuchar la locución jeune fille (chica joven) creyó oír yegua fina, lo cual parecía idóneo para nuestra selecta condición racial: ¿no éramos, pues, unas yeguas de raza?

En cuanto a lo de mejores familias, cada una de éstas ponía a la suya los atributos que su imaginación otorgaba, tal como se hubiesen quizás antojado a una generosa hada madrina: fortuna (en dólares mejor que en pesos), alcurnia (de todos modos, ni quién conociera un ancestro más lejano que un abuelo), educación (las escuelas extranjeras, sobre todo las suizas quién diablos sabe por qué, mejor cotizadas que las nacionales), cabellos rubios (tal vez signos de la nitidez de un pura sangre: en definitiva, las analogías equinas no faltaban), blancura de la piel (aún no se ponía de moda quemarse la epidermis bajo los rayos de sol)…

Mi ambiciosa progenitora estaba a punto de desesperar de sus deseos cuando la rueda de la fortuna dio media vuelta y se abrieron, para mi infantil persona, las puertas del afamado Colegio Francés. No fue una cuestión de dinero ni de padrinazgos; tampoco de la aristocrática nobleza de antepasados que de súbito me salían al encuentro resucitados y con sus guantes negros. Fue un milagro, cierto, pero como deben ser los verdaderos milagros: algo simple, evidente, obvio, inesperado por tanto esperarlo, reconocible como lo que aparece por vez primera y sabemos nunca visto, simple presencia, el momento se desvanece en su mismo instante. Lo que aún era increíble segundos antes, no se pone en duda, no puede ponerse en duda. Su realidad estalla semejante a las estrellas que mueren de tanta vejez, cargadas de ellas mismas. Como si hubiesen sido desde siempre, ese siempre que no acaba, que no tuvo un principio.

El milagro que hizo posible mi ingreso al Francés ocurrió en un parpadeo. Mi madre tardó en comprender que me acordaban el ingreso en esa escuela tan difícil en la selección de sus alumnas. Para no pensar en el milagro que habría no podido ocurrir, y como si con los gestos que preparó mis uniformes y mis útiles exorcizara la nefasta posibilidad de que se me negara ser una yegua fina, una de las contadas alumnas de la selectiva institución, mi progenitora comenzó desde ese lejano entonces a hurtar mi identidad. No me di cuenta que yo era su doble sino cuando ella era ya el mío, muchos años después de verla, perdón, de verme inscrita en el Colegio Francés.