os ministros de la Suprema Corte se han defendido de la reforma de la que son parte interesada a partir de tratar de demostrar, por ejemplo, que la Constitución es inconstitucional o que hay fragmentos de ella que, realmente, no son ella misma. Pero, de todas sus evasivas, quizás la más notable es una frase que dice: Los amparos serán improcedentes en el caso de reformas constitucionales
, no dice eso, sino cualquier otra cosa y, además, es inconstitucional. Umberto Eco, quien hace más de tres décadas publicó Los límites de la interpretación, sube las cejas y se lleva la pipa a los labios.
Comienza recordando la tarde del 11 de agosto de 1984 cuando el entonces presidente de EU, Ronald Reagan probó su micrófono para la emisión de un mensaje por la radio pública con la frase: Me complace anunciarles que hoy firmé una ley que desaparece a Rusia para siempre. El bombardeo comienza en cinco minutos
. Eco toma esa frase e imagina qué tipo de historia se podría desprender de ella: es la historia de un hombre que bromea cuando no debería; es la historia de un hombre que bromea pero que, en realidad, está emitiendo una amenaza; es la historia de una trágica situación política en la que incluso las bromas inocentes pueden tomarse en serio; es la historia de cómo el mismo enunciado chistoso puede adoptar diferentes significados según quién lo enuncie. Pero cualquier otra inferencia interpretativa (por más paranoica) habría estado basada en el reconocimiento del primer nivel de significado del mensaje, el literal
. Es decir, antes de pasar a inferir o a interpretar, se debe proteger lo que dice el mensaje porque, en el ejemplo de Eco, si no se sabe en primer lugar qué diablos dijo Reagan, ni siquiera se puede discutir si es una broma o una amenaza. Es lo mismo con las frases de la Constitución o de la Ley de Amparo: para debatirlas, hay que leerlas por lo que dicen. Antes de hablar de la verdadera intención del Constituyente
o de la lectura que le doy yo porque he leído mucho derecho, hay que conocer el significado de sus palabras.
Umberto Eco acaso encuentra una forma de lectura de nuestros jueces que los empata con los exégetas de la Cábala para quienes no sólo hay interpretaciones infinitas, sino combinaciones de letras ilimitadas. Infinitamente interpretable, sin importar que sus autores la escribieron con una intención unívoca, que tiene un solo significado, la Cábala nuestra es ahora la Constitución. Es el laberinto de la enciclopedia con el que alucinó Borges, con pasillos que se interconectan, con referencias de una a la otra, y al final, el minotauro de la nada. En esos pasajes enredados, hay dos tipos de lectores –sostiene Eco–: los que leen el texto y los que modelan el texto para adaptarlo a sus propios propósitos
. Es decir, es distinto interpretar que utilizar un texto. Lo que han hecho nuestros jueces ha sido eso: usar frases legales para acomodarlas a sus propias intenciones. No han interpretado la Constitución, se han servido de ella. Llegaron al límite de esa práctica con la sentencia en la que partes de ese libro llamado Constitución, no pertenecen a él, sino a cualquier otro libro de ciencia ficción, policiaco, o de cocina.
No todas las lecturas son válidas. Hay unas que están equivocadas y eso lo sabemos porque no hay nada en el texto que pueda darles pie. El texto selecciona sus propias interpretaciones y previene de sus tergiversaciones. El amarillismo de los medios no toma en cuenta ese control: si hay una tiendita de los hijos del ex presidente López Obrador que vende chocolates y un programa de reforestación que incluye la siembra de cacao, hay conflicto de intereses. Los amarillistas se defienden diciendo que son inferencias
. Una inferencia es ver el cielo nublado y aventurar que puede llover. El amarillismo es ni siquiera voltear a ver el cielo y asegurar que está lloviendo. Así, podemos decir que la no-lectura de la nueva constitucionalidad lleva al amarillismo judicial: ver en todos lados la dictadura
inminente que justifica elevar a los jueces por encima de la propia Constitución, la Presidenta y los legisladores y, así, salvar la democracia de sí misma.
Cuando Umberto Eco publica su ensayo, de inmediato, uno de los aludidos, el pragmatista estadunidense, Richard Rorty, reacciona. No sin cierto afecto por el maestro, banaliza las distinciones entre uso e interpretación, entre someter un texto a nuestras necesidades, buscar en él lo que se quiere obtener o dejar que el mismo texto te diga qué es lo que no sabías que andabas buscando. Eso último le sirve a Rorty para no polemizar con Eco: “Su respeto por el autor o el texto no es una cuestión de respeto por una intención o por una estructura interna. En realidad, ‘respeto’ no es la palabra adecuada. Amor u odio lo serían más. Porque un gran amor o una gran aversión es la clase de cosa que nos cambia, cambiando a su vez, nuestros propósitos”. Así, que Rorty termina por resolver que, quien lee semánticamente le tiene afecto al texto y quien lo usa lo odia a tal grado que no le importa torturarlo.
Pero es por lo menos curioso que ambos, Eco y Rorty, hayan tomado como objeto de su aversión a los expertos
, antes llamados ocultistas
. Sobre la novela de Eco, El Péndulo de Foucault, Rorty dice: Cuando leí la novela, decidí que Eco debía de estar satirizando el modo en que científicos, eruditos, críticos y filósofos se perciben a sí mismos descifrando códigos, despejando accidentes para revelar la esencia, apartando los velos de la apariencia para descubrir la realidad. Leí la novela como una polémica antiesencialista, como ligera parodia de la metáfora de la profundidad, de la noción de que hay significados profundos ocultos para el vulgo, significados que sólo pueden conocer los bastante afortunados como para descifrar un código muy difícil
. Hay en ambos un aliento democratizador cuando todos podemos leer con sentido común un texto, así sea jurídico, y entenderlo. Y que, al leer: improcedente
, todos sabemos que quiere decir fuera de lugar
.
Es entonces que Umberto Eco pasa la página.