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Juan Luis Guerra y su 440 trajeron tierra y arena de color negro al domo de cobre
 
Periódico La Jornada
Viernes 25 de octubre de 2024, p. 8

En medicina se le llama síndrome de Gilbert a una afección hepática común e inofensiva en la que el hígado no procesa adecuadamente la bilirrubina, la cual se produce por la desintegración de los glóbulos rojos del torrente sanguíneo. Cuando pasa esto se dice que se eleva.

No deseamos ilustrar sobre un proceso biológico, sino recordar que al músico dominicano Juan Luis Guerra le pareció interesante hablar sobre la bilirrubina, porque a él se le subía cuando, como ha dicho, las miradas que lanzaba a la mujer que galanteaba no eran recíprocas.

Tanto le hizo mal que le dedicó una canción y así la nombró. Ahora, esa rola vive en el ADN de caribeños e hispanos del continente y la noche del miércole, los capitalinos la gozaron, junto con las otras 19 piezas que interpretó con su grupo el multiganador del Grammy y un referente en la música latina.

Perdone que insistamos con la bilirrubina, porque ésta, como no requiere ningún tratamiento, el nacido en Ciudad Trujillo, República Dominicana (1957), propuso subírsela a su audiencia hasta el techo del Palacio de los Deportes. Lo hizo con sus percusiones, metales, vocales y un sin cesar de andanadas de ritmo, así como con su voz privilegiada que cuenta historias de vida.

Guerra y su 440 –grupo cuyo nombre se inspira en una frecuencia de afinación de los instrumentos– trajeron tierra y arena de color negro de República Dominicana al domo de cobre, donde se ofreció Entre mar y palmeras, espectáculo en el que la magia de la música se encargó de transportar a lugares de calidez y fiesta.

Las melodías y semicorcheas de las canciones de Juan Luis provienen de Dios, como se ha comentado. Y quizá fue ese ilusionismo superior el que hizo que en el escenario aparecieran palmeras y los asistentes levantaron de sus asientos y no se volvieron a sentar debido a una descarga sonora de sabor.

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▲ Aspectos del concierto de Juan Luis Guerra en el Palacio de los Deportes.Foto Ocesa / Lourdes Urdapilleta

Las luces se apagaron y las gradas retumbaron con el meneo colectivo. Comenzó con Rosalía, La travesía, La llave de mi corazón y Vale la pena. Muchos agarraron su pareja y en el pasillo, se dieron a mover las caderas con todo en ese palmo de terreno.

Siguieron Como yo, Niágara y Para ti, dedicada a Jesús, dijo el cantautor, cuya canción da nombre a su primer disco de música cristiana.

La intelectulidad musical de Juan Luis se respira como brisa de mar. Si es verdad que como lo ha manifestado, él se ha encomendado a su dogma que, sin duda le ha dado la oportunidad de regalar canciones que igual se bailan o se sienten.

Hizo un popurri de bachatas; sus disparos de cadencia crearon también los coros monumentales que lo siguieron con piezas como Como abeja al panal, Visa para un sueño y Mambo 23. No faltaron Bachata Rosa, esa eterna oda al amor romántico; Ojalá que llueva café, himno al mantra de la prosperidad, o Burbujas de amor, metáfora del deseo.

El estimado barboncito y su ecléctico grupo compartieron un fragmento de la acústica de su isla con todo y aires oceánicos.

Entre mar y palmeras, nombre homónimo del show que proviene de un documental dirigido por su hijo Jean Guerra, y que se convirtió en un disco homónimo, dejó un sabor de compás, cadencia y tiempo de folclor urbano insular.