Política
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La justicia es una tómbola
I

ngeniosos, como presumimos ser los mexicanos, hemos aportado a las reglas de operación de la democracia la figura de la tómbola; curioso método que apela a los caprichos de los dioses del azar. Además, para que no haya duda de nuestro ingenio, la inauguramos precisamente en los dominios de las leyes y la indispensable impartición de justicia. En el Senado de la República donde todo se ha vuelto hazaña histórica.

“El día de ayer, escribe Enrique Quintana (“La justicia se fue a… la tómbola”, El Financiero, 12/10), tuvimos uno de esos episodios que darán vergüenza (…) En una tómbola se seleccionaron los jueces y magistrados (…) (con cargo al) azar para determinar quién conserva su trabajo (…) Igualmente, resulta incoherente que se piense que este proceso es un remedio contra la corrupción”.

Por lo visto y oído, la multicitada reforma judicial tiene que ver más con muchas confusiones y desorden mental en las alturas y menos con el afán de hacer de la justicia una práctica cotidiana en nuestra violenta realidad. Ni la reforma es resultado del mandato popular del 2 de junio, como una y otra vez se nos reitera, ni la credibilidad, el buen funcionamiento, la lucha contra la impunidad y la aplicación pronta y oportuna de las leyes puede derivarse de … una tómbola. Tampoco, que se sepa, hay evidencias claras de que la elección popular sea garantía de respetabilidad o de capacidad.

Las elecciones son un instrumento necesario del sistema democrático, pero no la fuente única de su contenido ni sus principios. Tampoco tienen qué decir de la calidad ética de las personas.

Pensar que la mejora a la justicia tiene que ver con prisas y que puede hacerse aprisa, en un desaseado proceso legislativo sofocado por el agandalle mayoritario es, por decir lo menos, una ingenuidad, cuando no un abuso de poder. Por esa premura, atribuida al presidente López Obrador quien buscaba ajustar las cuentas con la Suprema, se han privilegiado formas y actos propios de la carpa sin pensar en las consecuencias sobre la credibilidad, el respeto de las instituciones y, desde luego, de la política.

¿Cómo es posible que una tómbola se convierta en mecanismo de decisiones que se dicen democráticas?; sin duda, lo sabemos de memoria, el apego al poder obnubila miradas y mentes, pero en cualquier otro contexto o país la puntada del despido presidencial provocaría, al menos, cierto rubor. De autores y auditorio. Pero aquí no pasa nada, porque así se ha decretado.

Cada quien en y a lo suyo, porque todos los actores políticos están demasiado ensimismados en sus asuntos y pasan por alto que entre sus misiones centrales está, justamente, darle un sentido racional a la política o, al menos, intentarlo. Y darle y darnos un respeto fundamental sin el cual no puede haber comunidad, mucho menos democracia y deliberación.

El absurdo invade las esferas de la vida pública. La chocante y vacua solemnidad de los rituales del pasado cambia pero solo para mantenerse. ¿Podemos decir hoy, cuando se nos ha demostrado que la vida no es sino una tómbola, que la reforma judicial es “(…) una posibilidad sin igual de (…) construir un nuevo Poder Judicial democrático, sensible y con vocación de servicio”?, como apuntó la ministra Lenia Batres Guadarrama ( La Jornada, 13/10).

Es verdad que carecemos de un verdadero sistema de procuración y administración de la justicia porque sus fallas y carencias siguen siendo muchas, pero la reforma impuesta y sus métodos más aparentes no nos permiten hablar de una transmutación milagrosa donde tendremos, de la noche a la mañana, un poder incorruptible, autónomo, libre de cualquier sospecha.

Entender y atender de manera integral el clamor de la sociedad contra el aumento imparable de las violencias y las inseguridades es urgente y no sólo por elemental ejercicio del gobierno sino porque a querer o no la manera en que se aplica, o no, la ley es una extensión de discurso político, del mensaje de los gobernantes y de los sentimientos y convicciones de los gobernados.

En el camino para construir un poder judicial ágil y expedito, transparente, abierto a la ciudadanía, con los recursos materiales y humanos para poder llegar a todas las regiones del país, respetuoso de los derechos humanos, con juzgadores y defensores capacitados y bien pagados, hace falta mucho más que una azarosa y humillante votación. Requerimos voluntad y disposición a cooperar para (re)construir una cultura democrática apenas estrenada pero desde ya sustentada sobre los pilares de una sociedad moderna, plural, participativa. En suma, construir lo que no se quiso hacer al elaborar y poner a votación la reforma. El nuevo gobierno arranca sin un verdadero acuerdo entre los poderes de la unión y de estos con el resto de los mexicanos. Y así, por más buena voluntad que hayamos generado en la elección y después, no puede gobernarse.

Pero hasta aquí hemos llegado. Y nos va a doler.