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¿La fiesta en paz?

La lúcida e ignorada advertencia de un ganadero pensante y comprometido

A

nte una crisis autoprovocada, el gatopardismo taurino proclama, una vez más, cambios urgentes para que en realidad nada cambie, en una estrategia de simulación que evita modificar el estado de cosas que favorece a unos cuantos y perjudica a la mayoría. Por ello, resulta muy conveniente rescatar algunos valiosos conceptos del escrupuloso ganadero de bravo, don Adolfo Lugo Verduzco, del hierro de Huichapan, vertidos hace 20 años en la clausura de la asamblea anual de la Asociación Nacional de Criadores de Toros de Lidia, efectuada en Pachuca.

“Porque la fiesta de los toros es cultura, cultivo de lo más elevado del conocimiento y del espíritu humano –señalaba don Adolfo–, es que los ganaderos debemos plantearnos con grandeza, profesionalismo y ética, cuál es nuestro compromiso frente a la incierta realidad del espectáculo taurino, cuál es la trascendencia, sentido e importancia de seguir siendo ganaderos mexicanos de reses bravas. ¿Acaso aumentar el número de vientres? ¿Incrementar la venta de encierros? ¿Reducir nuestro quehacer a oneroso pasatiempo? ¿Criar un toro para diversión de toreros y públicos? ¿O más bien concentrar esfuerzos para que nuestros toros recuperen el papel de actores principales en este milenario y maravilloso rito?

“La realidad es que, si el toro de lidia no da un espectáculo emocionante a partir de su bravura y sensación de peligro, los públicos, esos mismos que aparentemente se desentienden de la presencia y juego de las reses, acaban abandonando las plazas, no tanto por reflexión sino por la sensación de que la tauromaquia perdió su misterio y emoción.

“Cuando escuchamos la frase: ‘hoy se torea mejor que nunca’, de inmediato debemos preguntarnos: ¿A qué toro? ¿Al que verdaderamente pelea o al que sólo repite? ¿Al que plantea dificultades propias de su casta o al que pasa delante del torero, sin que a la postre pase nada en el corazón del que lo torea y de quienes pagaron por ver torear? Si en todo el mundo, no sólo en México, el espectáculo taurino ha perdido público, se debe a que el toreo ha perdido creatividad, intensidad y diversidad, al prevalecer un toro a modo para lidiadores de estrecha técnica y afición reducida, mientras al toro encastado se le sigue relegando, dizque por ser poco propicio para el lucimiento. ¿De qué lucimiento hablamos? ¿Del que es sinónimo de monotonía y faenas prefabricadas o del que surge de la conjunción dramática a partir de la entrega de un toro, un torero y un público que, impactado y agradecido, habrá de regresar a la plaza en busca de nuevas emociones?

Reitero mi respeto por los criterios sobre bravura, comportamiento, genotipo y trapío de cada ganadero, pero debo insistir en que el toro necesita recuperar su esencia ancestral de bravo, de animal decidido a acometer para que ofrezca pelea, plantee problemas y dé un espectáculo emocionante, diferente y memorable, independientemente del peso, pero no de la edad y la crianza esmerada. Si desde hace más de 70 años los reglamentos taurinos en nuestro país ordenan que las reses que se lidien en corridas de toros deben haber cumplido cuatro años de edad y pesar como mínimo 450 kilos en pie al llegar a la plaza, no es solamente por antojo de algún funcionario, norma obsoleta o mera costumbre, sino porque la esencia del toreo, el sometimiento de una fiera en plenitud de facultades, así lo exige. Lo sabemos: una minoría de toros salen bravos, auténticamente bravos pero, al mismo tiempo, una inmensa mayoría salen sin el trapío propio de la edad, por lo que con reses terciadas y sin transmisión difícilmente se puede ofrecer un espectáculo emocionante, capaz de interesar y de obtener la lealtad de los públicos. (Continuará)