Opinión
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La primera impresión
A

lo largo de la vida, tenemos impresiones diversas de una misma persona o una misma cosa. Estas impresiones, a veces efímeras, pueden olvidarse, pero pueden también incrustarse en la memoria con toda su carga de absurdos.

Hay impresiones que se revelan reales con el tiempo. O, para decirlo en otra forma, si al principio ofrecen una apariencia de irrealidad, van adquiriendo la densidad de lo real en cuanto más tiempo van abarcando. Quizá sean menos raras de lo que parecen serlo, pero su misma abundancia las obliga a dispersarse, empujando y demoliendo muros, excavando túneles y pasadizos subterráneos, elevando escalinatas cuyos escalones se multiplican al mismo tiempo que se les va subiendo uno tras otro, uno a uno, mientras la escaleras se abren paso horadando muros y perforando puertas donde el camino terminaba sin llevar a ningún lado, y ahora lleva a otro hueco: agujero sin fondo del infinito vacío.

Los umbrales en territorio llano, esa tierra baldía evocada por T. S. Eliot, no tienen ni pueden tener existencia, por la simple y sencilla razón de que no puede haber puertas donde no hay paredes. Se trata de un terreno que se extiende siempre más allá; un más allá sin límites ni fronteras. Un infinito cuyo centro se desconoce, puesto que desaparece en el instante justo en que va a aparecer.

La vida humana, semejante a esa tierra baldía, desaparece al aparecer. Su destino no parece ser otro, oh inteligencia, soledad en llamas, que el de la desaparición, que el de quien todo lo concibe sin crearlo. De ahí, tal vez, el principio de la muerte que se impone en las más distintas y alejadas civilizaciones. El culto de la muerte se halla presente en las más primitivas culturas que suponemos el colmo del progreso… en el que sólo pueden creer los ingenuos, sabios ignorantes de la historia, capaces de imaginar un tiempo rectilíneo que no cesa de avanzar… sin meta ni fin.

A lo largo de un día, es decir, unas cuantas horas de una vida humana normal, las impresiones se suceden en nosotros. Un simple cruce de miradas entre un hombre y una mujer, sentados cada uno en vagones del Metro que avanzarán en sentido distinto en unos instantes, puede provocar una impresión de inmediato olvidada, como las miles de impresiones que nacen y mueren al mismo tiempo, esas tantas y tantas miradas que pueden cruzarse entre desconocidos cuando, a causa de esa casualidad escrita desde el principio de los tiempos, se sale a la calle y se sube al Metro. Puede también causar una impresión que dejará su recuerdo y su sello para siempre, tal el poema de Ezra Pound inspirado en este fugaz encuentro de miradas entre desconocidos que no volverán a cruzarse nunca a lo largo del futuro que les queda. Aunque acaso el porvenir no esté forjado sino de restos.

Sobran las ocasiones en que se escucha decir con un tono de desencanto, cuando no con el acento de la autosatisfacción que no oculta sus dudas: ya lo sabía, tuve esa impresión desde el principio.

La primera impresión es imborrable. Cierto, se la cubre con las capas de polvo que acumula el tiempo cuando no hay un soplo con empuje para barrerlas. Muchas veces, parece olvidada entre la maraña de recuerdos que pueblan el imaginario pasado que creemos el nuestro. Ese pasado que no cesa de extenderse inventándose ayeres como mañanas. Confundiéndonos en esa ida y vuelta constante que vivimos, buscándonos acaso sin desear encontrarnos, porque el encuentro abre las puertas que dan al extravío donde los caminos se entrecruzan como los hilos de una telaraña: construcción de pasajes en el vacío, se acercan entre ellos, pero no se tocan ni dejan una impresión distinta a la que puede dejar un sueño.

Se le veía lo ratero de lejos, oigo decir a mi padre cuando encontraron la maleta del tío repleta de objetos desaparecidos en la casa.

Primera impresión que reaparece de repente para probar con los hechos que fue tan real como su recuerdo, si el recuerdo tiene alguna realidad.