a paranoia cotidiana, aquella amiga-enemiga de tanta gente, ha dejado de existir. RIP. Fue devuelta a sus dueños legítimos, los sicóticos, los oficialmente locos. La gente normal, o sea nosotros, la mayoría según nuestra firme opinión, ya no tenemos base para la paranoia entendida como delirio de persecución, el temor casi certeza de que alguien nos cela, vigila, espía, amenaza, pero nadie salvo uno mismo se da cuenta.
Lo que solía ser delirio hoy es un hecho comprobado, y no sólo eso: celebrado, agradecido, disfrutado, y para los aún discretos, acaso tolerado en su inevitabilidad. Nos siguen, vigilan, espían, amenazan desde el bolsillo, en el escritorio, el comedor, la palma de la mano.
Nos hemos convertido en nuestros propios delatores. Adoramos balconearnos. No tiene caso oponer resistencia. Lo mismo da cuál sea el régimen de tu país, o tu religión, tu postura política, tu edad, tus gustos, tus fobias, tu idioma, tu preferencia sexual, el color de tu piel. Te encuentras, como aquellos trenes de Jiri Menzel, rigurosamente vigilado. Las personas han cedido bajo el peso de su huella digital catapultada por la vanidad y el consumismo. Si no tienes esa huella, no existes. Y hoy es muy poca la gente que no existe para los Hermanotes vigilando.
Cada pieza de tu rompecabezas (quizá resulta mejor, por simple, el símil con el Tetris) está conectada con todas las demás. Eres un manojo de cabos sueltos. Cuentas bancarias, compras, impuestos, registros escolares, multas de tránsito, antecedentes penales, empleos, correspondencia personal, convergen en una matriz. O ni eso: sencillamente resultan accesibles desde cualquier ventana de las muchas por donde asomamos todo el día. Tienen tu retrato de niño, de joven, de viejo, de asaltante, de graduado, de travestido. Si vas por la calle te videofilman cuadra por cuadra. Tan sólo en la Ciudad de México hay más de 60 mil cámaras públicas (y en aumento), además de las particulares.
Por si les hiciera falta a los Pegasos y demás sistemas spyware (keyloggers, adware, infostealers, troyanos bancarios, programas de robo de contraseñas, Red Shell, spyware de móvil) que tarde o temprano traspasan cualquier firewall, les proporcionamos nuestros datos
todo el tiempo. En este final histórico de la paranoia nos encanta retratarnos hasta la náusea y lo compartimos sin parar. Ya qué necesidad hay de vigilarnos, si lo hacemos tan bien sin que nadie lo pida.
Los relatos modernos de espionaje suceden frente a pantallas y otros dispositivos ya inventados o por inventar. Detectives, espías e infiltrados no necesitan mojarse los zapatos. También las historias de amor, campañas políticas y difamatorias, conspiraciones y desinformaciones maliciosas se reducen a teclas y pantallitas en las yemas de nuestros dedos. Desaparecieron la intimidad y casi todos los secretos.
Como demostró el Estado posmoderno de Israel, líder mundial en el espionaje de guerra (y en guerra permanente para justificarlo), los aparatos personales no sólo son hackeables y controlables, sino también armas letales. Quienes nos vigilan pueden matarnos no importa dónde nos encontremos y dónde estén ellos. Caerá el misil con dedicatoria. Ya no harán falta los sicarios presenciales. Hemos permitido que gente que no vemos y nunca conoceremos sepa exactamente nuestra ubicación, qué tenemos en mente y adónde nos dirigimos.
Los espías mayores son las potencias militares: Estados Unidos, China, Europa, Rusia, Irán, India y la superestrella enana (un término de astrónomos) Israel, que tiene al mundo de rodillas. Nos espían las organizaciones criminales, las policías, las grandes corporaciones, tanto como los vecinos, los acosadores sexuales y los vendedores.
El poder argumenta que nos cuida, que si la seguridad y no sé qué. Nos oferta comodidad, facilidad, ahorro de tiempo y dinero, accesibilidad, cercanía con los seres queridos no importa cuán lejos, hiperconectividad multimedia. El mundo en un puño. Fáustica humanidad de pacotilla, hemos vendido el alma a la trivialidad del panóptico virtual. Salvamos tiempo para mejor perderlo exponiéndonos. Ya ni seguirnos necesitan. Saben dónde estamos, y si nos buscan, nos encuentran en segundos.
Por inverosímil que parezca, adoramos ese juego. Cuídame, véndeme, vigílame, exhíbeme, delátame, engáñame cuanto quieras.
Ni siquiera ocupamos espacio en su pensamiento, para eso tienen a la mano algoritmos, programas especializados y ahora la inteligencia supernumeraria que está perfeccionando aceleradamente la eficacia humana, hasta volverla innecesaria.
Irreversible. Irresistible. Imparable. Nuestro fatalismo es pasmoso, lo profesamos con entusiasmo de noveleros. Entronizamos a bestias tan aberrantes como Elon Musk y sus competidores, una mutación elitista que sirve para cobijar los fanatismos sionistas, trumpistas, fascistas u otros. Podemos odiarlos, pero nos leen el pensamiento, archivan nuestras cuitas y pueden dictar lo que deberíamos pensar. O no pensar, para el caso. Esas entidades dominan nuestras pulsiones, nos mantienen atentos a sus designios pavlovianos. Al cuidarnos, se cuidan de nosotros. Y nosotros, con cara de meme, balbuceamos: gracias por vigilarnos.