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Aprender a morir

Los demasiados duelos

L

ogros y beneficios al margen, euforias y agradecimientos aparte, México sigue siendo una comunidad ensombrecida por la acumulación de inseguridad, de muertes violentas, de miles de desaparecidos y de otros miles de cadáveres sin identificar, lo que se traduce en demasiados duelos insuficientemente elaborados, en indignación sorda y en un dolor múltiple: la pérdida propiamente, la incertidumbre del paradero –muerte cotidiana de los deudos– y la impotencia para obtener justicia, hoy acentuada por el arrogante paro del Poder Judicial.

No somos iguales, gustaba de repetir el ex presidente Andrés Manuel López Obrador en cuanta oportunidad tenía; sin embargo, en materia de seguridad o, si se prefiere, de operatividad de las fuerzas del orden –Ejército, Marina, Guardia Nacional y las corporaciones y policías que se acumulen–, éstas no mostraron un eficiente y puntual desempeño que permitiera a la ciudadanía confiar en dichas fuerzas, cuyos abrazos por orden superior, lejos de disuadir a la delincuencia y disminuir sus acciones, la estimularon. Del narcotráfico, ni hablar.

Detrás de estas dudosas políticas de seguridad otro factor iguala al régimen lopezobradorista con los anteriores: una religiosidad convertida en ideología, sus personales creencias y su voluntarioso manejo político, más o menos disimulado o más o menos visible, desde el vaticanismo socarrón de mandatarios del PRI y el PAN hasta el evangelismo indisimulado del primer mandatario de Morena. Es decir, un inconfesado temor de Dios como alerta vigilante de las buenas relaciones del presidente con… su fe, no sólo con sus compromisos.

Yo deseo que nadie sufra, esa es mi convicción, deseo que nadie pierda la vida, declaraba compasivo López Obrador. Sin contar los miles de muertos en vida, que queriendo terminar con su inhumana existencia son secuestrados por sus amorosas o irresponsables familias, pues salvo quienes se sienten socios de Dios −ego y fe no tienen camino aborrecido−, la vida humana exige unos mínimos de calidad para llamarse tal.

Que la persona en duelo merezca afecto, cariño y todo nuestro humanismo no es igual que proporcionarle el apoyo y la confianza de que se hará justicia, como respuesta honesta y solidaria. Por lo demás, todo humanismo bien entendido garantiza y promueve el derecho a la muerte digna. El vitalismo retrógrado, no. En este sentido, AMLO no fue distinto a sus antecesores.