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Nosotros ya no somos los mismos

Nuestra sociedad clasista // La maestra Ifigenia Martínez a los muros de honor

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▲ Imagen de la maestra Ifigenia Martínez del pasado 29 de agosto en la Cámara de Diputados.Foto Luis Castillo
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a primera noción que tuve de la expresión lucha de clases no fue en las aulas universitarias, ni siquiera en los seminarios que sobre marxismo impartía Vidal Solís a un grupo seleccionado de singulares jóvenes trotskistas y a otros tantos oyentes que aún no estábamos totalmente convencidos. Aprendí que las clases no solamente existen sino que éstas son la base y la estructura misma que hace posible la existencia de la sociedad contemporánea. Vean ustedes si me faltó objetividad en mi raciocinio: año con año, los creyentes de Coahuila hacían una peregrinación para honrar a la Virgen de Guadalupe. En el tren Regiomontano que partía de Nuevo Laredo pasando por Monterrey, Saltillo, San Luis Potosí y Querétaro hacia el Distrito Federal, venía yo compartiendo una angosta y corta banquita con un rubicundo señor que ocupaba las tres cuartas partes del asiento común. Enfrente, una amplia matrona acompañada de una adolescente tempranera a la que, con desgano, instaba a quitarnos de encima a sus críos de los que parecía hermana mayor. Los sanitarios eran dos, uno para cada sexo (en esos tiempos sólo había dos), así que las colas eran tan largas como un ferrocarril (valga la simplona comparación). Yo había comprado un boleto de segunda para el viaje Saltillo-DF, cuyo costo era de 35 pesos. Por más aspiracionista y puberto que fuera, entendí, de pronto, que la existencia de clases era un hecho incontrovertible y que estaba a mi vista (y de los otros sentidos). Además de la segunda categoría que yo habitaba, existían la de primera, la primera especial y en la cúspide, algo que se llamaba pullman y, por supuesto, el exclusivo bar al que su negativa de ingreso no necesitaba de los actuales cadeneros, bastaba con mostrar los costos de las bebidas: una cerveza era el precio de una opípara comida corrida en cualquier restaurancito de baja estofa. No me quedó duda alguna: la nuestra era una sociedad clasista. ¿Dudas, cinismo o devoción a este respecto?

Cuando conversé mi decisión de venir solo a la capital y a esa edad, repito, puberta, recibí toda clase de consejos y advertencias. Las opiniones sobre los lugares emblemáticos de la capital variaban, pero una constante era el Zócalo de la gran ciudad. Los amigos que prepararon mi arribo vivían en el centro pues estudiaban medicina e ingeniería, así que mi primera casa se ubicó en plena Lagunilla, a unas cuadras de Garibaldi, de la Arena Coliseo de los cines Venus y Río, que pregonaban su aroma a sexualidad galopante en varias calles a su alrededor; de la Plaza Santo Domingo y sus evangelistas que tienen decenas de años escribiendo para los iletrados cartas de amor, odio, añoranza o despecho, según la solicitud del abajofirmante.

De los sitios recomendados el primero que visité fue el Zócalo. Cuando desde Madero o Cinco de Mayo di la primera vista a esa enorme planicie pavimentada, casi pierdo el equilibrio: jamás había visto nada igual y mi pensamiento, limitado a lo poco que conocía, de inmediato sacó la natural comparación, ¿en cuántas de estas plazotas cabrá mi pueblo? Mi madre había colgado en el zaguán de la casa fotos del mitin en nuestra plaza mayor, convocado para anunciar al pueblo la heroica expropiación del petróleo mexicano. No sé qué tan cierto es el apotegma freudiano de que infancia es destino, pero no dejo de asistir a todas las celebraciones de este hito del pueblo mexicano de nuestros días.

De este tema: los diferentes zócalos que he vivido, seguiremos hablando pero, por ahora, contra mi costumbre, permítanme una sugerencia: adquiera a la brevedad un ejemplar del libro autoría de Humberto Musacchio, titulado El Zócalo. Se emocionarán, se interesarán, y querrán saber más al respecto. Les dejará la grata sensación que se experimenta cuando se sale de ver una joya fílmica o de saborear un vinillo como de la segunda ronda en las Bodas de Canán. Las imágenes y los pies de grabado son otro acierto. No inducen, sino que exponen para que el veedor piense, sienta y se regocije.

Iba aquí en el texto de la columneta, cuando me dieron la noticia del fallecimiento de la maestra Ifigenia. Faltaría a la verdad si digo que me sorprendió. La esperaba en cualquier momento pero, ciertamente, no en éste. Cuando la vi recibir la banda presidencial del Presidente y entregarla a la Presidenta, pensé: hay Ifigenia para rato. Pasé por alto que los tiempos de ella siempre fueron otros: los del cumplimiento del deber, de los compromisos vitales que asumía. Por eso, acabada internamente, decidió que sus últimos momentos fueran la rúbrica final para darnos una última enseñanza : El que no vive como piensa, corre el peligro de pensar como vive. Esta no fue nunca la opción de la maestra Ifigenia –la bella Pilli– de la preparatoria.

Propuesta: Que todas las fracciones parlamentarias que lo consideren de justicia, propongan a la asamblea inscribir en los muros de honor el nombre de Ifigenia Martínez.

@ortiztejeda