sus mentiras, infundios, retobos, desatinos, griterío, golpismo, posturas colonizadas incluida la de la antipatria y ausencia de argumentos –salvo los de algunas voces aisladas–, la derecha mexicana añade la violencia física. Esa violencia que siempre estuvo presente en los gobiernos que presidió y que ahora pretende olvidar y que olvidemos. Pero, enmascarada, ha ofrecido y ofrece lo opuesto a lo que significan los modos violentos: la gestión de acciones democráticas, edificadoras de genuinas libertades y satisfacciones igualitarias, lo cual sólo es posible en condiciones de convivencia pacífica y a partir de una praxis concomitante. Es una derecha moralmente hipócrita y políticamente inatendible, salvo para exhibirla en lo que es y, todo así lo indica, no dejará de ser.
Hablar de la derecha en México obliga a preguntarse dónde está. Todo aquello que dice, demasiado a menudo de mala fe, y lo que hace con ánimo lesivo (de ninguna manera debe pasarse por alto las agresiones recientes al ex presidente López Obrador), ¿no debiera ser objeto de pronunciamientos críticos dentro de la propia derecha? Debiera, pero no ocurre así.
Con su silencio se tornan cómplices de tales atrocidades los jueces que hoy reclaman una impartición de justicia autónoma sólo como burda excusa para defender sus privilegios; los círculos de abogados organizados en los colegios y barras de abogados o en instituciones educativas; los de empresarios nacionales y extranjeros en sus organismos gremiales, con la excepción visible de los que se han definido con la 4T; los adscritos a organizaciones civiles cuya dirección se halla en manos igualmente empresariales; los periodistas de los medios corporativos cuyos dueños, en lo fundamental, son negociantes (ni para darles un aderezo de prensa libre); ciertos clérigos y dignatarios de la Iglesia católica; los círculos de intelectuales que practican la crítica unilateral, el remo contrapopular y aun el intervencionismo. Y, por supuesto, aunque suene irrisorio decirlo, los militantes de los partidos de oposición, si en ellos hubiera una mínima congruencia con sus invocaciones a la democracia.
El gobierno de Venezuela celebró recientemente un encuentro internacional sobre el fascismo, dadas las condiciones violentas y de guerra que se resuelven en intentos desestabilizadores de aquellos países que resisten las embestidas de las potencias capitalistas y sus extensiones nacionales en diferentes países y regiones del planeta. En México, a pesar de la violencia verbal y física, no puede hablarse de una tendencia fascista, si por fascismo se entiende el corporativismo de sesgo militarizado de las masas trabajadoras y su periferia, como una política de Estado. Y ni siquiera de una derecha extrema, que sí la hemos tenido: en los cristeros del siglo XX y los conservadores pro imperiales del XIX. Pero los huevecillos de la violencia pueden ser empollados por los buitres de esas potencias que siempre han auspiciado y patrocinado a la derecha. Y de esto hay que precavernos.
La izquierda mexicana en el poder es nueva y arrastra prácticas e ideas de la derecha que vino gobernando al país por largas décadas. No es una izquierda socialista o comunista como la quiere hacer ver la derecha. Es una izquierda liberal que gobierna a una sociedad capitalista, y esto ofrece serias limitaciones al intento –si lo hay– de superar este régimen, pues absurdo es combatir al neoliberalismo, su actual expresión, sin combatir al capitalismo. Y la cultura de la autocrítica, de cuya necesidad para mantener y desarrollar sus líneas ética y política habla Fernando Buen Abad, aún no logra ser considerada por su dirección ni por el grueso de su militancia. Más bien rechaza la que se produce en su interior, a veces con mayor rigor que a las quejas manipuladoras de la derecha opositora.
No obstante esas limitaciones, e incluso sin proponerse cambiar las bases propietarias, hereditarias, mercantiles y de explotación propias del capitalismo, a la corriente interna del gobierno morenista y a quienes desde el ámbito de la opinión pública se esfuerzan por cultivar la cultura de la crítica y la autocrítica no les queda otra ruta que la de persistir en el empeño. Así la censuren abierta o veladamente o bien pretendan, a lo Salinas, ni verla ni oírla.
Es posible que desde la Presidencia de la República, Claudia Sheinbaum entienda las razones y efectos civilizatorios y de innovación sociopolítica de esa cultura. De entrada, ella augura una nueva sensibilidad para continuar enriqueciendo los ejes positivos del obradorismo y para desechar aquellos que se convirtieron en fracasos o falsas salidas a los propósitos de enmienda, cambio real y diferencia sustancial con los gobiernos anteriores.
Por de pronto, y dado que toda novedad produce un costo que se traduce en resistencias y ataques, la izquierda –sin importar cuál pudiera ser su definición ideológica– tendría que prepararse para acompañar y defender a la nueva Presidenta: en primer lugar, de todo acto de violencia perpetrado por nacionales o extranjeros, o ambos, y en seguida de las inercias que activan en el seno de la 4T, nutridas por el oportunismo, el camaleonismo, la simulación, la corrupción, el latrocinio, el engaño y la traición.