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El hombre que me arruinó la vida
E

ste es mi último artículo en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y aunque siempre procuro evitar el uso de la primera persona, esta vez la circunstancia obliga.

Crecí y viví la mayor parte de mi vida con la convicción de que era obligatorio cambiar el mundo y con la certeza de que esa misión era imposible. ¿Por qué persistir en ella, entonces? Pues por sentido del deber: uno debe hacer lo correcto, y ya. Ese afán me llevó a una diversidad de oficios y tareas, la más persistente de las cuales ha sido el periodismo, desde el cual mantuve una simpatía sin compromiso hacia causas populares y de izquierda. Por lo demás, creía tener asegurada una existencia de perdedor apacible y discreto.

Tengo un motivo de agradecimiento imperecedero e impagable con Felipe Calderón, y es que gracias a él, me volví obradorista: el arranque de su espuriato fue tan indecente y tan violento que le dio una nueva urgencia al deber de luchar para cambiar el mundo, por más que cambiarlo fuera imposible. El cauce natural para ese impulso era el movimiento de resistencia que encabezaba Andrés Manuel. Ya para 2008, cuando el usurpador intentó una reforma para privatizar la industria petrolera, yo estaba plenamente integrado a la resistencia, recorría grupos de reflexión y escribía textos de divulgación de la causa.

En la lucha fui entendiendo que esa certeza de la imposibilidad del cambio se originaba en mi propia incapacidad para la política y que ésta podía hacer la diferencia entre lo irrealizable y lo posible. Vi como el dirigente en acción hacía política sin que ello significara ceder un milímetro en el programa. Observé cómo priorizaba las propuestas orientadas a beneficiar no a miles, ni a centenas de miles, sino a decenas de millones. Pero cuando tuvieron lugar los comicios de 2012, yo seguía atenazado entre la evidencia de que el régimen se caía a pedazos y la idea de que no sería posible derribarlo.

Con ese pesimismo a cuestas estuve en la fundación de Morena y seguí militando en el movimiento (luego, partido-movimiento), me vinculé con compañeros de todo el país por quienes guardo hasta la fecha un enorme afecto y procuré cumplir con las tareas que me pedía Andrés Manuel, tratando, eso sí, de no enredarme en cargos y de no aceptar ninguna posición con autoridad.

El 1º de julio de 2018 me levanté con la certeza de que ganaríamos la elección y de que volverían a robarnos la Presidencia. Más de seis años después sigo con una sensación de irrealidad y todavía a veces me pregunto si no estoy soñando. Bueno, es que se trata de un sueño que se volvió realidad: derribamos el régimen oligárquico y estamos construyendo uno para toda la gente; un país de derechos y libertades; un Estado soberano; una sociedad menos desigual; un gobierno con responsabilidad ambiental; un conjunto de políticas públicas con una dirección clara y para beneficio de las mayorías. Por lo que hace al gobierno federal, al capitalino y a la mayoría de las gubernaturas de Morena, se ha eliminado la represión como instrumento de gobierno, se combate la corrupción, la evasión fiscal y el gasto suntuario, y ello explica que se haya podido hacer obra –social y de infraestructura– de manera tan cuantiosa.

Ciertamente, la 4T no es Disneylandia. Sería absurdo negar que en México sigue habiendo pobreza extrema, desigualdad, violencia extrema y pudrición institucional, o que se ha superado, en lo social, lo económico, lo político, lo judicial, lo policial, lo ético y lo emocional, la herencia de desastre del neoliberalismo. Pero hoy las condiciones materiales, institucionales y anímicas del país son infinitamente mejores que las de hace seis años. Una minoría refunfuña, conspira o se acongoja, pero la gran mayoría está de buen humor, ve el futuro con optimismo y prolifera la buena voluntad. Y como no cabría aquí un recuento, por apretado que fuera, baste con recordar que en este sexenio 9 millones de personas salieron de la pobreza.

En lo personal, mi proyecto de vida como perdedor eterno y apacible se fue a la basura y me vi involucrado en una revolución sin paralelo en el mundo, la primera antineoliberal realmente profunda, pacífica, democrática y emancipadora de millones. Estamos construyendo un Estado que le garantice a cada persona una cuna para nacer, un pupitre para estudiar, una mesa para comer, un puesto para trabajar, un techo para habitar, un consultorio para curarse, una cama para dormir y para amar y una tumba para descansar.

Y me veo, junto con millones, triunfante en el mundo, no porque me haya hecho rico o famoso, sino porque siento una satisfacción galáctica con este proyecto victorioso, y pienso que el hombre que me arruinó la vida de perdedor que me había trazado se encuentra a unas horas de dejar el cargo y que habrá tristeza generalizada, pero no incertidumbre ni zozobra, porque la continuidad y la cohesión de este proyecto está garantizada con Claudia Sheinbaum, y caigo en la cuenta de que nunca podré recuperar la reconfortante condición de derrotado.