l modelo concentrador fue, en su época hegemónica, presentado como el único camino factible. No había alternativa. Los grandes centros de análisis y estudios, las revistas y diarios –locales o trasnacionales– gobiernos y sus intelectuales orgánicos se jactaban en esa ruta: era la escogida y realista. Invariablemente, la mirada del conjunto, se dirigía hacia arriba. Ahí radicaba la fuente de sus ideas y de ahí provenía la dirección y soluciones para los problemas. También hacia allá fueron las atenciones y los privilegios. Todo se ordenaba al tiempo que esparcían las seguridades solicitadas. Un mundo jerarquizado y centralizador al que se respetaba. Esa fue la tendencia que rigió en México durante las décadas pasadas entre finales de los 70, hasta llegar 2018. Una época de avances y retrocesos marcados por una creciente e indetenible desigualdad. Las masas en pobreza debían esperar que la abundancia de los de arriba se filtrara hacia abajo, fenómeno que nunca sucedió o lo hizo en cantidades minúsculas. Fue una época de medianías, grotesca acumulación de riqueza y eficiente fábrica de pobreza.
El centro de su actividad elitista ha pervivido, aunque ahora en los márgenes, pues fue desplazado de las decisiones estratégicas y las cotidianas. Otra manera de ver las cosas se adueñó del poder por mandato popular. Y ahí, los de abajo ocuparon el lugar privilegiado. Lo que había germinado por años en la oposición, ahora, dirigía la mayor parte de los asuntos de la República. Con inusitada rapidez se fueron introduciendo los valores y prioridades que informaron el modelo alternativo: uno de esencia igualitaria. Y, durante los últimos seis años, se trabajó con esa orientación a marchas forzadas y sin concesiones.
Pero los remanentes del pasado, ahora en fuga, no cedieron fácilmente. Muy a pesar de haber sufrido una aplastante derrota en las urnas, se reagruparon. Colonizaron la oposición partidista y casi la totalidad de sus instrumentos de convencimiento. Y los han enderezado, hasta con dureza notable, contra el nuevo gobierno. Uno que llega, triunfal, a su fin sexenal con gran respaldo ciudadano. Sin pausa ni cesiones y mucho de furia, los opositores centraron sus fuerzas en la crítica severa, catastrofista y totalitaria. No habría lugar para el acuerdo. La negativa absoluta en pos de recuperar los pasados sitiales, plagados de privilegios, fue la consigna. En el transcurso, han ido sufriendo otras derrotas a cual más trascendentes. La pérdida de confianza de las clases populares es una tónica generalizada, aunque tampoco les ha hecho mella suficiente. Pero la nueva y apabullante pérdida en las urnas (2024) los ha puesto contra la pared. Otros seis años de ostracismo y credibilidad menguante es una expectativa oscura. Hasta de necia y trágica puede catalogarse la postura adoptada, siguiendo a sus guías mediáticos. Les han envenenado visiones y sentimientos que se alejan de la realidad circundante. No reparan siquiera en los beneficios recibidos, que son ciertamente abundantes para sus huestes seguidoras. Menos aún aceptan los logros obtenidos en la consolidación del modelo justiciero: casi 10 millones de pobres que abandonaron esa situación inhumana. Siempre insisten en recurrir a sus gastadas fórmulas neoliberales centradas en utilidades, intereses, balances de poder, producto bruto, rendimientos, crecimiento, negocios, éxito, o productividad, donde las inevitables desembocaduras siempre conllevan predicciones alarmistas: daños irreparables a la democracia y la seguridad, si no se apegan a sus prédicas. Las tribunas, a pesar de ser monopolizadas, fracasaron en allegarles apoyos. Al contrario, las masas se alejaron de sus templos y púlpitos y se refugiaron en los programas y atenciones de sus rivales.
Los guías de la oposición, conservadores en su visiones e intereses, se aferraron a sus reflejos de mando venidos de muy atrás. Confiaron en que el golpeteo constante e intencionado ablandaría los nuevos postulados, abriría sus bolsillos y capitularían. No ha sido así. Por el contrario, continuó el trabajo social dirigido a favorecer a los de abajo y balancear logros regionales. Un intenso y visionario programa de grandes obras se emprendió. Nunca se descuidó el acertado manejo de las finanzas públicas sin recurrir a crédito o impuestos adicionales. La austeridad se impuso y fijó metas precisas para fortalecer la recaudación con montos inmensos. Cantidades siempre impugnadas, hasta ridiculizadas por la crítica que ahora, ante lo conseguido, calla al respecto. De manera por demás incomprensible para sus propia conveniencia, se aferraron a sus voceros y los mantuvieron en su torpe cometido. Sólo en tiempos actuales introdujeron algunos cambios. Pero las cantaletas prosiguen y los remplazos no mejoran, ni en calidad y menos en sus formulaciones críticas grandilocuentes. Ni modo, es la ruta escogida y recibirán lo que siguen sembrando.