a primera vuelta de las elecciones parlamentarias francesas, celebrada el pasado 30 de junio, puso al país ante el abismo por el triunfo del neofascista Reagrupamiento Nacional (RN). Como en ocasiones anteriores en que dicho partido pasó a la segunda vuelta, el resto de las formaciones implementó un cordón sanitario
a fin de evitar que la ultraderecha llegara al gobierno: cada organismo retiró a sus candidatos en las circunscripciones en las que uno de sus rivales tenía mayores oportunidades de vencer a RN.
En el balotaje resultó triunfadora la amplia alianza de izquierdas y centristas encabezada por Jean-Luc Mélenchon, Nuevo Frente Popular (NFP), con el bloque del presidente Emmanuel Macron en segundo lugar y RN en tercero en cuanto a número de escaños. Sin embargo, ninguna fuerza obtuvo la mayoría absoluta que le permitiera formar gobierno en solitario, por lo que se abrió un escenario contemplado por las leyes, pero que constituye casi un anatema en la política gala: la necesidad de formar un gabinete de coalición. Como es lógico por la composición de la Asamblea Nacional surgida de la segunda vuelta, dicha administración debía ser dirigida por la izquierda, sin dejar de lado a la derecha tradicional y a los fundamentalistas neoliberales del presidente, pero éste volvió a demostrar que su compromiso con los grandes capitales está por encima de las instituciones francesas y de la voluntad popular. Tras casi dos meses de parálisis política, Macron designó como primer ministro a Michel Barnier, integrante del viejo conservadurismo que compite bajo el nombre de Los Republicanos y que ganó apenas 6 por ciento de los votos.
El nombramiento, que ya suscitó una oleada de protestas en todo el país, supone la más reciente embestida del dirigente tecnócrata contra la soberanía del pueblo. Macron, quien hoy ocupa el Elíseo pese a que su coalición recogió un magro 23 por ciento de los votos, se ha caracterizado por la imposición de medidas que atentan contra el bienestar de las mayorías, desmantelan el pacto social que fue fundamento del Estado francés durante décadas, favorecen de manera desproporcionada a los dueños de grandes capitales y, por todo ello, son rechazadas por la inmensa mayoría de la población.
En 2018, eliminó el impuesto de solidaridad sobre la fortuna, gravamen que afectaba únicamente a los poseedores de un patrimonio neto superior a 1.3 millones de euros y que era respaldado por 77 por ciento de los franceses. Ese mismo año, trasladó el costo del agujero fiscal a los sectores medios y bajos mediante un alza en el precio de los combustibles y el primer intento de reformar el sistema de pensiones, el cual concretó en 2023. Dicha regresión en los derechos sociales, repudiada por dos de cada tres ciudadanos, se impuso invocando el artículo 49.3 de la Constitución, el cual permite al Ejecutivo pasar leyes sin contar con la aprobación de la Asamblea Nacional. Ese recurso, considerado excepcional, fue empleado más de 10 veces en un solo año bajo sus instrucciones, lo cual ilustra con qué ligereza pisotea la democracia y la división de poderes.
Ante el nombramiento de Barnier, 74 por ciento de los franceses considera que Macron ignoró el resultado de las elecciones legislativas. Además, al apartar a la coalición triunfadora, dio paso un gobierno que sólo puede sostenerse con la aquiescencia de los legisladores neofascistas. Es decir, que en su empeño de continuar su programa económico de transferencia de la riqueza desde abajo hacia arriba –el cual, debe recordarse, es apoyado por menos de una cuarta parte de los votantes–, ha destrozado el cordón sanitario
y ha entregado el poder de facto al neofascismo.
Hace casi seis años, en este espacio se advirtió que el contundente rechazo de la ciudadanía a su programa económico ponía a Macron ante la disyuntiva de echar atrás su agenda neoliberal, restituir a la población los derechos que le fueron arrebatados y convocar a un diálogo auténtico en el que se pusieran sobre la mesa las alternativas a la debacle; o bien, renunciar abiertamente a los principios y las formas de la democracia. Hoy está claro que, como todo tecnócrata, el mandatario decidió sacrificar a la democracia en el altar de las ganancias corporativas.