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Cuadernos de La Habana
L

os diarios, las crónicas, la autobiografía o el reportaje son en el fondo una confesión.

Aunque se haga de forma despectiva o alejada de lo más propio o interno.

Decía José Saramago, revelador en sus inigualables diarios: por mucho que se diga, un diario no es un confesionario.

¿Será?

La confesión, ya lo decía María Zambrano, es también un género literario. La confesión es una autobiografía espiritual, que da lo mismo si refleja una crisis momentánea o duradera.

Puede ser el relato de un fracaso o de una esperanza, sea personal o colectiva. Puede abarcar una visión mas allá de lo individual, que contenga una idea de algo más que el presente. Silencio interior, memoralia o dietario.

Por lo pronto, estas hojas sueltas podrían ser la búsqueda de lo que recoja nuestra circunstancia, algo donde reconocerse, donde quizás encontrarse con otros.

Sin duda, Saramago es un maestro, y dice en un buen ejemplo de esto que hablamos, caminando en su isla pedregosa: el placer profundo, inefable, que es andar por estos campos desiertos y barridos por el viento, subir un repecho difícil y mirar desde ahí arriba el paisaje negro, desértico, desnudarse de la camisa para sentir directamente en la piel la agitación furiosa del aire, y después comprender que no se puede hacer nada más, las hierbas secas, a ras del suelo, se estremecen, las nubes rozan por un instante las cumbres de los montes y se apartan en dirección del mar y el espíritu entra en una especie de trance, crece, se dilata, va a estallar de felicidad. ¿Que más resta, sino llorar?

En el sustrato de los diarios encontramos, sin embargo, la vida, lo que nos queda pegado al cuerpo, como un tatuaje.

Es el reflejo de lo que nos pasa en el mas acá, en la cotidianidad. El lado donde nos toca ahora el transcurrir de los días. Los trabajos y los días, de memorable recuerdo, que construimos en el paso de las horas, sea donde sea que nos puso el destino.

También están los diarios de los que sufren por el mas allá. Cuentan algunos lo que les acaba de pasar atormentados o temblorosos, o encantados por lo fascinante de una escena que puede ser reveladora de un destino trascendente. También se vale. Bienvenidos todos los que cuenten y no callen, porque las palabras se las lleva el viento.

¿Será ridiculez vanidosa de cada uno de ellos? No creo. Son testimonios que deben quedar en un cuaderno, en un diario, o como cada quien le llame.

Por alguna extraña razón, se acude a la página día con día.

En un diario se cuentan las mismas mentiras que en cualquier conversación.

Hace poco, Leonardo Padura fue con su esposa, Lucía, a visitar a Pilar del Río, viuda de José Saramago, a la isla de Lanzarote. Le pedí en La Habana, como favor especial, sabiendo lo que significa cargar en una maleta un encargo, algo más de peso, pero me animé y se lo dije, que me trajera algunas piedras de la isla, algo así como si fuera a tierra santa.

Cumplió, le dio el beso enviado a Pilar y regresó con un puñado de piedras volcánicas, porosas y cargadas de vidas y de poesía.

Una parte de ese paraíso perdido lo conservamos ahora como un regalo muy preciado.

¿Qué más resta, sino llorar?

* Embajador de México en Cuba