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Leer una ciudad...
“L

eer una ciudad, particularmente aquella en que nacemos, es un acto de amor y conocimiento”, ha dicho Vicente Quirarte, hombre de muchos talentos, universitario de cepa; es poeta, ensayista, narrador, traductor, dramaturgo, crítico literario y, sin duda, cronista de la vieja Ciudad de México, hoy Centro Histórico.

Aquí nació en una casona que fue parte del convento de San Lorenzo y pasó su infancia y adolescencia en sus calles y la incorporó a su ser. En muchas de sus obras es el personaje central, con sus pesares y alegrías que la vuelven un ser entrañable.

Por sus 70 años, en la Biblioteca Nacional –de la que fue su director– se llevó a cabo una celebración de varios días que culminó en el Colegio Nacional, del cual es uno de sus integrantes.

El auditorio José María Vigil de la biblioteca fue la sede, y en los recesos de las charlas nos permitió darnos una vuelta por el soberbio edificio que diseñaron los arquitectos Orso Núñez Ruiz y Arcadio Artís en 1978.

También son de su autoría la Sala de conciertos Nezahualcóyotl y los teatros Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz.

El concreto aparente es el sello distintivo de esos edificios de aspecto masivo en el estilo que se conoce como brutalista. Hay un predominio de formas cúbicas, de estructuras de acero con recubrimiento de cristal, verticalidad y uso de planta libre. Sobresale la integración con el paisaje y los elementos escultóricos.

La biblioteca se abre en un generoso vestíbulo rodeado de varios pisos, y del techo, a gran altura, pende el enorme esqueleto de hierro Dino, obra de Federico Silva.

Aquí se encuentra también la Hemeroteca Nacional, que merece su propia crónica. Ambas pertenecen al Instituto de Investigaciones Bibliográficas.

Una década después de la conclusión de la biblioteca, se construyó el Fondo Reservado por los mismos arquitectos. Ambos inmuebles se comunican por el llamado túnel del tiempo. El bello espacio de maderas doradas comunica al mundo fascinante de los libros muy raros, muy antiguos, muy bellos. Quizá lo más impactante es la sala conocida como el Cronológico Mexicano, que bien podemos llamar el cuarto del tesoro, ya que el luminoso espacio circular custodia los impresos mexicanos más antiguos y valiosos.

Recordamos cómo nació la Biblioteca Nacional, a raíz de la desamortización de los bienes de la Iglesia; los conventos tenían grandes bibliotecas. El de San Francisco llegó a tener 16 mil 400 libros.

Ese rico acervo conventual pasó a conformar lo que se conoce como Fondo de Origen, semilla con la que nació la Biblioteca Nacional, que se estableció en el templo del antiguo convento de San Agustín, por decreto expedido por Benito Juárez en 1867.

El convento y noviciado fueron derribados; los altares de la iglesia, que eran unas joyas barrocas, fueron desmontados, y la sillería del coro, una auténtica obra de arte con 254 pasajes del Antiguo Testamento, labrados por el escultor Salvador Ocampo, fue vendida. Afortunadamente, una parte se conserva en el salón conocido como El Generalito, en el antiguo Colegio de San Ildefonso.

El antiguo templo agustino fue remodelado en el siglo XIX por los arquitectos Vicente Heredia y Eleuterio Méndez para quitarle el aspecto religioso y adaptarlo para su uso como biblioteca.

Por fortuna no destruyeron la hermosa fachada principal, que conserva un gran relieve en el que aparece San Agustín parado sobre tres heresiarcas y rodeado de ángeles, frailes y prelados.

En los años 60 del siglo XX padeció severos hundimientos diferenciales y se vio la necesidad de trasladarla a una nueva sede, que es esta belleza arquitectónica, muestra de la mejor arquitectura mexicana contemporánea.

Para la comida caminamos unos pasos al Museo de Arte Contemporáneo (MUAC), bajamos a su restaurante Nube Siete, que además de buena comida tiene el encanto de estar integrado a través de amplios ventanales y terraza abierta al paisaje de la reserva ecológica de la UNAM. Y ahí no queda la cosa, ya que el piso es de vidrio y abajo se ven las piedras de lava del pedregal.

Algunos platillos favoritos: la crema poblana, el chile hojaldrado –exquisita versión mexicana del beff wellington–, la cecina de res con nopal asado, cebollitas cambray, frijoles y tortilas del comal. De postre, el mousse de mango.