urante décadas, el Poder Judicial (PJ) fue cómplice de presidentes de la República y legisladores federales que destrozaron la Constitución, despojándola del carácter social que era su esencia y su razón de ser a fin de convertirla en garante no de los derechos de los ciudadanos, sino de la continuidad de la oligarquía neoliberal. Tras la contundente derrota electoral del grupo político que impuso el neoliberalismo, la judicatura tomó el papel de defensora de un régimen que perdió el apoyo social, con lo que se convirtió no sólo en una fuerza elitista y conservadora, sino en el principal obstáculo para la democracia, es decir, para la realización de la voluntad popular.
Lo anterior quedó probado a lo largo de casi seis años en que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y los tribunales federales sabotearon de manera sistemática los esfuerzos del Ejecutivo y el bloque oficialista en el Congreso de la Unión para devolver a la Carta Magna el espíritu progresista con el que surgió en tanto cristalización institucional de la lucha revolucionaria. Una y otra vez, ministros y jueces demostraron su desprecio por la soberanía emanada del pueblo al emitir sentencias cuyos beneficiarios son las facciones políticas con las que simpatizan –o a las que descaradamente pertenecen–, los grandes capitales y, de manera ostensible, ellos mismos.
Esta tendencia se exacerbó desde que el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó su iniciativa de reforma al Poder Judicial, con la que se busca corregir algunas de las peores desviaciones y excesos que plagan a la judicatura. Al margen del debate acerca de si el texto de la propuesta es el idóneo para lograr los objetivos planteados, está claro que un sector muy grande del PJ se embarcó en una campaña de extorsiones, desinformación y extralimitaciones a fin de descarrilar la reforma, en el transcurso de la cual ha incurrido en todo tipo de acciones cuestionables, incluido el llamado a que gobiernos e instancias extranjeras intervengan en los asuntos internos del país, con el cual se ha metido en el terreno de la traición a la patria.
Las suspensiones otorgadas este fin de semana por tribunales de distrito con sede en Morelos y Chiapas, cuyos titulares prohíben al Congreso tramitar la reforma constitucional, suponen un nuevo paso en este peligroso coqueteo con la sedición. Además del flagrante conflicto de interés presente cuando los jueces se conceden amparos a sí mismos –tal como han hecho de modo rutinario a fin de seguir cobrando sueldos inconstitucionales–, las suspensiones violan la separación de poderes que el PJ dice defender con su oposición a la iniciativa presidencial y son tan claramente ilegales que, al redactarlas, los togados echan mano de sinsentidos que vienen a decir cosas como el mandato de detener la reforma a la Constitución no interfiere en la reforma a la Constitución, porque eso sería ilegal
.
Con su conducta, los tribunales citados confirman que muchos, acaso casi todos, los integrantes de la judicatura entienden el nepotismo, la corrupción, la arbitrariedad y el ejercicio del poder por encima de cualquier control democrático como derechos que deben ser defendidos incluso si para ello es preciso propiciar la injerencia de fuerzas foráneas ávidas de secuestrar la soberanía, pisotear el voto de decenas de millones de mexicanos y violar cuantas leyes se interpongan en su camino.
Hoy están más claras que nunca la necesidad y la urgencia de aprobar enmiendas constitucionales que frenen el despotismo de los jueces, garanticen el apego de sus resoluciones a la ley y a la democracia, erradiquen la corrupción que carcome al Poder Judicial y pongan la justicia al alcance de todos los mexicanos. Para ello, el Ejecutivo, el Legislativo y la ciudadanía deben rechazar en los términos más categóricos las tentativas de subvertir el orden democrático por parte de algunos togados.