ué sucede cuando los habitantes de una apacible aldea japonesa deben enfrentarse a la invasión de sus terrenos por los promotores de un concepto de asentamiento turístico de lujo conocido como glamping? El nuevo término combina el concepto de glamour con la palabra campamento, y en zonas rurales de muchas partes del mundo debe ser ya el equivalente de esa otra mutación comercial modernizadora que en algunos espacios urbanos responde al concepto ya asimilado de gentrificación. El mal no existe (2023), la cinta más reciente del nipón Ryüsuke Hamaguchi (autor de las notables Drive my car y La ruleta de la fortuna y la fantasía, ambas de 2021), aborda el tema de la depredación ecológica y la invasión de tierras no del modo realista, o de denuncia directa, que animaba ficciones como Bacurau: tierra de nadie (Kleber Mendonça Filho, 2019) o Las bestias (Rodrigo Sorogoyen, 2022), sino del modo enigmático y hechizante de un poema en prosa llevado a la pantalla.
De hecho, el origen de la idea de El mal no existe es un cortometraje realizado por el propio cineasta como acompañamiento de conciertos de la compositora y cantautora Eiko Ishibashi, su colaboradora habitual y responsable también de la partitura musical de esta cinta. Esta apuesta por la música como elemento casi rector de la trama, en justa proporción con la espléndida fotografía de Yoshio Kitawaga, explican la predominancia que finalmente tiene la forma sobre el contenido en una opción estilística nueva del director, relativamente alejada de las narrativas más lineales que ha propuesto anteriormente y que tanto éxito le han procurado en festivales internacionales de cine.
Hay una primera parte, en esta cinta sorprendentemente contemplativa, que describe la faena diaria del viudo leñador Takami (Hitoshi Omika), quien vive en el campo a lado de su hija de ocho años Hana (Ryô Nichikawa), y cuya labor consiste en procurar madera y recolectar agua limpia para los pobladores de la aldea montañosa. La llegada al lugar de los impulsores del glamping indeseado, provoca la inquietud y malestar de quienes ven amenazado el equilibrio ecológico del lugar, en particular por el manejo turbio que hacen los intrusos del negocio del agua, y tan grande es el desaseo ético de quienes pretenden aportar mejoras a la aldea, que dos de sus representantes y nego-ciadores, Mayuzumi (Ayaka Shibutani) y Takahashi (Ryuji Kosaka), asisten al proceso expoliador con creciente desazón y escepticismo. Resultaría difícil comprender la naturaleza desconcertante y ambigua del desenlace de esta historia, sin apreciar ese largo preámbulo de la rutina laboral del leñador y la relación con su hija, con el grupo de aldeanos inconformes, y con los animadores del glamping en una interacción marcada por las crispaciones y el recelo mutuo.
¿Cómo interpretar, por lo demás, la intención del título elegido? Hamaguchi, director y autor del guion, en colaboración (dato revelador) con la propia compositora Ishibashi, parece señalar que en la naturaleza boscosa que tanta presencia tiene en la película, no hay lugar para juicios morales intempestivos. La rudeza de los elementos naturales o el arrebato lírico que en ocasiones sugieren, guardan paralelismos evidentes con la complejidad del alma humana. Parte de las lecciones que Takami dispensa a su hija pequeña, y que de algún modo alivian la reciente pérdida materna, es que conviene apreciar la belleza del paisaje y de gestos humanos generosos antes de concluir que la maldad se ha apoderado de todo e instalado por siempre en esta tierra su reino. Este Hamaguchi humanista, inclinado más a la evocación poética que a una ilustración realista y discursiva, brinda en esta cinta sorpresas inesperadas. Descifrarlas cabalmente es parte del reto, compartirlas es acceder a un placer raro.
Se exhibe en la sala 4 de la Cineteca Nacional Xoco a las 21 horas.