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Rosario Castellanos y la condición de la mujer
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osario Castellanos es una de nuestras más grandes escritoras y pensadoras. Es también pionera del feminismo mexicano. En muchos de sus textos, describió la condición de marginación y subordinación en que vivían las mexicanas, particularmente las indígenas, y criticó los valores, estereotipos, prejuicios y actitudes que la sociedad patriarcal les imponía.

José Emilio Pacheco reconoció su importancia y se lamentó: nadie en este país tuvo, en su momento, una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de mujer y de mexicana, ni hizo de esta conciencia la materia prima de su obra, la línea central de su trabajo. Naturalmente, no supimos leerla.

Su tesis de maestría, Sobre cultura femenina (1950), es una de las obras centrales del feminismo mexicano. Allí se pregunta si hay un modo de pensar específicamente femenino; la intuición, concede como respuesta. Desde esa perspectiva, la trascendencia que se ha asignado a las mujeres es la maternidad; a los hombres la producción cultural. Esto no es algo natural. Es un condicionamiento sociocultural. A pesar de ello, mujeres ejemplares han trascendido esa limitación y se interroga, ¿cómo hicieron mujeres excepcionales como Safo, Santa Teresa, Virginia Woolf y Gabriela Mistral para vencer esos obs­táculos? Los hombres producen la cultura para trascender; las mujeres trascienden a través de la maternidad, de sus hijos. La mujer, en vez de escribir libros, de investigar verdades, de hacer estatus, tiene hijos. Rosario combate este prejuicio de la inferioridad intelectual de las mujeres, expuesto sin ambages por pensadores como Schopenhauer, Weininger, Nietzsche y Moebius. Algunas de las conclusiones de su tesis de maestría las superaría años después, cuando cobró una conciencia de lo que significaba ser mujer y liberarse. Hizo suya la tesis de Simone de Beauvoir: No se nace mujer, llega una a serlo.

En Mujer que sabe latín , el libro donde mejor expone sus ideas feministas, con una fina prosa y aguda ironía, se burla de los estereotipos que la sociedad patriarcal impone a la figura femenina. Entre muchos pasajes importantes, está éste: La mujer bella se extiende en un sofá, exhibiendo uno de los atributos de su belleza, los pequeños pies, a la admiración masculina, exponiéndolos a su deseo. Están calzados por un zapato que algún fulminante dictador de la moda ha decretado como expresión de la elegancia y que posee todas las características con las que se define a un instrumento de tortura. En su parte más ancha aprieta hasta la estrangulación; en su extremo delantero termina en una punta inverosímil a la que los dedos tienen qué someterse; el talón se prolonga merced a un agudo estilete que no proporciona la base de sustentación suficiente para el cuerpo, que hace precario el equilibrio, fácil la caída, imposible la caminata. ¿Pero quién, si no las sufragistas, se atreve a usar unos zapatos cómodos, que respeten las leyes de la anatomía? Por eso las sufragistas, en justo castigo, son unánimemente ridiculizadas.

Rosario va desmontando, con ironía, los estereotipos de las conductas que se asignan a la joven, virgen, a la casada, a la madre, a la cabecita blanca. En contraposición, afirma la voluntad de la mujer por romper ese condicionamiento social: “Con una fuerza a la que no doblega ninguna coerción; con una terquedad a la que no convence ningún alegato; con una persistencia que no disminuye ante ningún fracaso, la mujer rompe los modelos que la sociedad le propone y le impone para alcanzar su imagen auténtica y consumarse –y consumirse– en ella…”

Critica el ideal femenino de la cultura occidental, delineado en la Biblia: mujer pura, fiel con el marido, devota con los hijos, laboriosa en la casa, prudente para administrar el patrimonio familiar, leal, paciente, casta, sumisa, humilde, recatada, abnegada, sacrificada. El ámbito en el que transcurre la existencia femenina es el de la moral. Pero además del alma que se les reconoció, las mujeres tienen cuerpo. Y sobre el cuerpo de la mujer, negado, incomprendido, estigmatizado, utilizado por los hombres, Rosario describió con dureza esa incapacidad del varón de entenderlo, con una descripción que sigue siendo, por desgracia, tan actual:

“Animal enfermo, diagnostica San Pablo. Varón mutilado, decreta Santo Tomás. La mujer es concebida como un receptáculo de humores que la tornan impura durante fechas determinadas del mes, fechas en las cuales está prohibido tener acceso a ella porque contagia su impureza a lo que toca, alimentos, ropa, personas. Escenario en el que va a cumplirse un proceso fascinante y asqueroso: el del embarazo. Durante esa larga época la mujer está como poseída de espíritus malignos que enmohecen los metales, que malogran las cosechas, que hacen mal de ojo a las bestias de carga, que pudren las conservas, que manchan lo que contemplan…”

Pero Rosario, como muchas de las mujeres que se han identificado con ella y se rebelan por cambiar la sociedad patriarcal, por romper ese condicionamiento social, afirma:

“Con una fuerza a la que no doblega ninguna coerción; con una terquedad a la que no convence ningún alegato; con una persistencia que no disminuye ante ningún fracaso, la mujer rompe los modelos que la sociedad le propone y le impone para alcanzar su imagen auténtica y consumarse –y consumirse– en ella…”

Concluye: Los hombres no son nuestros enemigos naturales, nuestros padres no son nuestros carceleros natos. Si se muestran accesibles al diálogo tenemos abundancia y variedad de razonamientos. Tienen que comprender, porque lo habrán sentido en carne propia, que nada esclaviza tanto como esclavizar, que nada produce una degradación mayor en uno mismo que la degradación que se pretende infligir a otro. Y que si se le da a la mujer el rango de persona que hasta ahora se le niega o se le escamotea, se enriquece y se vuelve más sólida la personalidad del donante.