ctavio Paz en El laberinto de la soledad poetiza la simulación de los mexicanos que pretendemos ser lo que no somos. Los Juegos Olímpicos de París nos representan sólo una medalla de plata y una de bronce y nos hermanamos con El Quijote de la Mancha.
Andando los siglos, el Quijote no se pierde y llega a nuestros días sumido en igual pobreza que la nuestra. Casi perdemos el orgullo de la ancha ascendencia debido a la cada vez más corta cartera, calzones carcomidos y la dignidad similar a la del Quijote, firme de trazo y sobria de colorido.
Era el Quijote un hidalgo del lugar, medianamente acomodado. En vestido sin lujo y un comer sin regalo, consumía las tres cuartas partes de su pobre hacienda. En nada se ocupaba, ya que el trabajo es cosa de villanos y así, los ratos que estaba ocioso eran los más del año. Por instinto de señorío profería los libros de caballería en que se narraban hazañas de grandes señores. Su pequeña fortuna la invirtió en buscar en su espíritu en el que se engendraba un exaltado idealismo que estaba presente la dignidad, esa que se nos escapa.
En otra y esta época era en su pobreza feliz, porque tenía pura la sangre de su linaje, pan para nutrirse y casa blasonada que le prestaba abrigo en el invierno y sombra en el verano. Es decir, tenía cuanto un pobre de su alcurnia y sus ideas y carácter podía apetecer en los tiempos que corrían y en ello fundaba la mayor vanidad.
La pobreza y aún la miseria no excluyen la dignidad, lo mismo ayer que hoy, es la casta, esa casta que heredamos y requerimos para enfrentar nuestro idealismo mágico al pragmatismo propiciador del hambre de los marginales, unida a la violencia extrema.
El campesino se pone las botas del vencido –el Quijote– y se siente atraído y hasta cautivado por lo que dice y no dice, lo que sugiere, entresaca, hurga, ironiza, reduciendo carácteres y perfiles que nosotros sus fraternos de otras ciudades y latitudes se nos aparecen como distintos, indescifrables.
Sí, distintos incluso como cultura y entidad social. Con tradiciones, gustos, cocina y preferencias que no sabemos interpretar, fiestas que no entendemos, pero sorprenden al margen de las condiciones sociopolíticas desfavorables para ellos.
El campesino en la montaña mexicana no ha dejado de vivir, pero sí de moverse. Por eso se ve pasivo, apático, como máscara de esa casta heredada del hidalgo Quijote. Con la rabia contenida a punto de estallar.