Opinión
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Olimpik
D

isfrutaré como cualquier otro de mirar las Olimpiadas de París por televisión. Pero pongo la k en el título de este texto por el capitalismo, la crisis y la catarsis, que en alemán o en griego se escriben, todas, con k. También pienso en Kafka y su personaje. ¿Por qué? Se me ocurrió después de leer lo que dice Jules Boykoff, un profesor de la Universidad del Pacífico en Oregon y ex jugador de futbol profesional. Siguiendo la idea de Naomi Klein de que el capitalismo recurre a la catástrofe ambiental, sanitaria, militar, o financiera para imponernos, a modo de shock, restricciones que sólo benefician al famoso 0.1 por ciento de la población mundial, Boykoff retrata la otra cara: la celebración como motivo válido para aplicarlas. Además del gran espectáculo televisivo en el que compiten banderas y personajes que creemos conocer aunque sólo los veamos saltar, nadar o correr, las Olimpiadas son, en esta visión, un conjunto de asociaciones entre corporaciones globales y estados nacionales que se pagan con dinero público y cuyos beneficios sólo son privados. Igual que una boda de la realeza o la entrega del Óscar. Según el profesor Boykoff, esto se puede llamar capitalismo de celebración, y tuvo su consolidación apenas en 2012, con la Olimpiada de Londres, donde el estado de excepción en la ciudad, la represión contra cualquier disidencia, y la complicidad de los medios, dio rienda suelta al comercialismo más vil, el control omnipresente de las marcas monopólicas de ropa deportiva, bebidas energizantes y automóviles, junto con la apropiación de discursos ajenos como la diversidad sexual o la sustentabilidad ambiental.

Había una historia previa, que es la de Juan Antonio Samaranch en el Comité Olímpico Internacional que destapó la avaricia mercadotécnica sin mayor preocupación, al mismo tiempo que negociaba con los países que se opusieron a que una sola de las Coreas fuera sede en 1988; que no se fueran al boicot de otras –1976,1980 y 1984–, entre el área geopolítica de Estados Unidos y la Unión Soviética. Fue así que se concibió la idea de los juegos como expresiones de la libre competencia donde se dejaban atrás los proteccionismos de la nación para irse a medir hasta con los países más ricos y poderosos militarmente. Nunca había pensado, por ejemplo, que la industria que más gana en Juegos Olímpicos no es la del suero oral o los tenis, sino la militar, por los equipos de vigilancia extrema dentro y fuera de los estadios. Los grandes empresarios ganan, no sólo los de la construcción, sino todos aquellos que se benefician de la privatización de servicios urbanos, a los que se les condonan impuestos o se amparan en las desregulaciones para tener todo a tiempo y funcionando. Es un estado de excepción para los anfitriones y una apropiación de dinero y bienes públicos por parte de los privados, todo bajo el argumento de: el deporte nos une. Esta idea es tan poderosa que tres de cada cuatro encuestados durante las Olimpiadas en Londres dijo que esa frase era cierta, aunque, mientras, siguieran las guerras en Siria, Afganistán, Yemen, Somalia o Túnez.

En el ámbito político, el antropólogo de la Universidad de Chicago, John MacAloon, ya había sostenido que los Juegos Olímpicos eran un espacio propicio para reunirse con sus enemigos sin ser visto por la prensa o inflitrar con supuestos funcionarios del deporte a tus adversarios, como en la guerra fría o en la lucha contra el terrorismo islámico. Ya el Diario de la CIA, Phillip Agee, daba cuenta de cómo su agente en México, Winston Scott, tenía a su cargo delimitar quiénes en las delegaciones soviética y cubana estaban reuniéndose con grupos disidentes al régimen de Díaz Ordaz, tan pronto como el 15 de julio de 1967. Y eso que era la Olimpiada de la Paz.

Lo otro que nunca había pensado es que existen unos invitados con gafetes G y A que habitan, durante esos 20 días, en una zona restringida. Son los altos funcionarios de los países, sus militares de alto rango en supuestas labores de seguridad y los burócratas del deporte internacional, junto con los dueños de las empresas patrocinadoras, y algunos actores y actrices, deportistas célebres, que figuran como el rostro de las marcas: No existe otro lugar para reuniones difíciles, aquí invisibles, informales y sin agenda previa, entre la élite global, incluso entre países que están en guerra o sin relaciones diplomáticas, escribe MacAloon. Un centro discrecional de reuniones de la élite global se abre entonces con motivo de los Juegos. Mientras nosotros vemos el tiro con arco, quizás se esté decidiendo a quién invadir en la siguiente década. Suena conspiracionista pero se dan las condiciones entre palcos y fiestas en las albercas privadas para que esas reuniones ocurran.

Pero no es mi intención contaminarles la celebración olímpica en París. Finalmente lo que hacemos el resto es asistir por las pantallas a una ilusión planetaria en la que se puede competir sin matarse. Son, desde los tiempos de Samarach, unas competencias deportivas diseñadas explícitamente para la transmisión, lo que hizo decir a un activista canadiense que se oponía a que Vancouver fuera sede: Es el anuncio más largo del mundo. ¿Qué anuncia? Además de las marcas, una idea de super-seres humanos que triunfan o fracasan en segundos. Ya no se anuncian las naciones, habida cuenta del globalismo, sino las regiones. Macron ha dicho que ésta no será una celebración parisina o francesa, sino europea, como la OTAN o la relocalización industrial. La región como marca.

Como cualquier otro, estaré atento a mis pantallas para ver mis juegos favoritos. Para mí es como mirar absorto una burbuja que por azar se infló demasiado. Y, a continuación, verla estallar. Esa euforia. También, ese rápido olvido.