ecientemente, Ciro Murayama escribió: México logró ser una democracia, frágil e imperfecta, en las últimas décadas. Corre el peligro de dejar de serlo en los próximos meses. Todo lo que se construyó para limitar el uso arbitrario del poder puede ser demolido en breve
(Derruir, pieza por pieza, la democracia
, El Financiero, 3/7/24).
Difícil contradecirlo, aunque su hipérbole no tenga que ser fielmente compartida. Los hechos y dichos cotidianos de un Ejecutivo impetuoso y poco respetuoso, por así decir, de las leyes y las normas, hablan por sí mismos, pero pienso que la fragilidad de la democracia viene de atrás. Y es ahora cuando se nos presenta como falla mayor y fuente de todos o los principales reclamos.
De acuerdo con el informe de Latino barómetro: En 2023 sólo 48 por ciento apoya la democracia en la región, lo que significa una disminución de 15 puntos porcentuales desde 63 por ciento de 2010
. Y agrega: “Los motivos que explican la recesión democrática de la región (…) se pueden sintetizar en tres dimensiones:
“En primer lugar, las crisis económicas que influyen negativamente (…) Las crisis económicas aumentan las desigualdades (…) y tensionan las demandas de la población (…)
“En segundo término, deficiencia de la democracia en producir (…) bienes políticos (como) la igualdad ante la ley, la justicia, la dignidad y la justa distribución de la riqueza (...)
“En tercer lugar (…) falta de capacidad para responder a las demandas de políticas públicas.”
Diagnósticos como el anterior explican en buena medida el malestar social con el que ha vivido la democracia y aún en su contra. La sensación de ser mal tratados, de vivir aislados y sin que los políticos y la política se tome el menor tiempo para identificarlos, se ha vuelto vivencia intelectual de muchos, la mayoría de ellos alojados de tiempo atrás en las ciudades.
Más allá de sorprendernos, estos inventarios deberían obligar(nos) a emprender (auto)críticas rigurosas, porque no es la democracia por sí misma, con todo y la fragilidad apuntada, la que tiene cuentas pendientes, sino sus actores por excelencia: los partidos y sus políticos; los medios y sus abusos; los empresarios y sus insensibilidades de interés compuesto.
No es que la gente prefiera, en el sentido estricto del término, un gobierno de mano dura, oídos sordos, arbitrario y atrabiliario a uno legalista, pero en tanto los actores políticos no sean capaces de recrear la democracia mediante un comprometido funcionamiento de las instituciones con la equidad y la superación de la pobreza, respetando y haciendo respetar las leyes y las normas, las perspectivas de albergar cambios positivos se antojan inexistentes. En el mejor de los casos de corta y accidentada duración.
El fracaso de los partidos; su mostrada incapacidad para contribuir a encontrar mecanismos de modulación y entendimiento entre la política económica, la economía política y la política social; los excesos en el ejercicio del poder; la ceguera histórica de las élites para limitar privilegios e impunidades han sido, y son, entre otros, los factores que han contribuido a que la política sea una actividad de cínicos participando en defensa de intereses propios. Y, lo peor, sin mayores distinciones entre colores, filiaciones, sectores e incapaces de exigir(se) un mínimo de responsabilidad. No sólo por la miopía ciudadana, sino por esa opacidad nefasta que el intercambio político sin cauce ni sentido nos ha impuesto.
El desprecio por la política ha contribuido a hacer de la mexicana una sociedad rota, jalonada por cada vez mayores violencias y vulnerabilidades. Desigual y confrontada. México requiere conversar, volver a cuestionar(se) con honestidad preguntas elementales: ¿Cómo adjetivar la democracia? ¿Cómo construir una sociedad democrática, igualitaria y solidaria?
La democracia, estoy convencido, no sólo debe ser entendida como un proceso y un conjunto institucional comprometido con la conformación y transmisión legal, pacífica, del poder político, sino también hacer las veces de canal aceitado para permitir un diálogo social capaz de evaluar y modular el ejercicio del poder formal conforme a criterios vinculados expresamente con la garantía y protección de los derechos humanos y, en particular, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.
Sólo así, mediante el diálogo social, será posible que la democracia no zozobre y alcance tierra firme; una democracia que ahora está en transición.